La Vanguardia (1ª edición)

Gin-tonics a dos euros

- Joana Bonet

Se extiende con rabia una bronca progre que confunde el sarcasmo con la patada en los huevos, y que es capaz de chapotear en el respeto más básico salpicando al otro de barro. Qué lamentable resultó la actuación del pedagógico y recto Monedero –ese analista tan bien pagado que tuvo que saltar del tren de Podemos en marcha arrastrand­o su mochila y su fular hindú– al insinuar en un debate que Albert Rivera es un cocainóman­o. Él, tan de hablar como un colega, actuaba con la saña de quien levanta suspicacia­s del guapo, a fin de penalizar el talento con dimes y diretes. “No vamos a hacer un tiro largo”, exclamó, igual que un humorista de El Club de la Comedia, pasándose el índice bajo la nariz y esnifando sus propios mocos. ¿Qué numeritos son estos, y de qué forma descerraja­n la risa en una democracia adulta, abandonand­o el necesario fair play que debería dominar el nuevo escenario político? Porque España ha desplumado a su clase media, ha tendido una alfombra roja a la corrupción, pasea avergonzad­a su déficit económico y social, y bracea por mantener sus porciones de quesos territoria­les.

Llevamos un mes de precampaña, y ahora que ya han pegado los carteles se reclama un debate de altura, dejando atrás pantomimas y cojines entre las piernas –como hizo Pedro Sánchez con Bertín Osborne, esa nueva Oprah

Para manejar bien el sarcasmo hay que saber exponer contradicc­iones y combatirla­s con brillantez

de la televisión pública–. El otro día se encontraro­n en el Congreso de los Diputados Celia Villalobos, vicepresid­enta primera de la Cámara, y el candidato Pablo Iglesias. En un rifirrafe tenso y a micrófono abierto, la gata vieja fulminó el intento de sarcasmo del joven líder, que arremetía contra ella casi rozándole la barbilla para acusarla de pertenecer a un partido corrupto. Villalobos le dio una anticipada y condescend­iente bienvenida, deseando poder tomar “muchos cafés” con Iglesias en el bar del hemiciclo para discutir cuando se estrene como diputado. “¿Con esos gin-tonics a dos euros? Igual prefiero tomármelo fuera”, contraatac­ó el candidato. “Aquí no tomamos gin-tonic, tomamos café”, zanjó la política del PP.

Hoy vivimos dosis bajas de sarcasmo fino, bien alejado de aquello que Wilde describía como “la forma más baja de humor pero la más alta expresión de ingenio”. Así lo escenifica­ba Marc Twain: “No me gustan los elogios, siempre se quedan cortos” (dejando en evidencia a los serviles y aduladores). Si bien los gurús de la inteligenc­ia emocional recomienda­n eliminarlo de la oficina o de la vida en pareja, y abundan aquellos a quienes se les pasan las ironías por alto –por la patosidad del emisor o por la suya propia–, muchos son quienes lo defienden como un ejercicio creativo. Porque para manejar bien el sarcasmo, el cinismo y la ironía, hay que saber exponer contradicc­iones y combatirla­s con humor y brillantez, no a base de estos chascarril­los que, desafortun­adamente, se han convertido en tendencia.

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