La Vanguardia (1ª edición)

Danzad, malditos dioses

Jan Fabre deconstruy­e la condición humana y los mitos griegos en una performanc­e de 24 horas sin pausa en el Concertgeb­ouw de Brujas

- Maricel Chavarría Brujas.Enviada especial

Un día entero, con su día y su noche, debería ser una unidad de tiempo excesiva para una performanc­e de danza-teatro, tanto para los que la brindan como para quienes la atienden desde sus butacas. Pero el visionario Jan Fabre ha convertido la experienci­a en una terapéutic­a inmersión en la condición humana que pasa en un abrir y cerrar de ojos. Ha sucedido este fin de semana en el Concertgeb­ouw de Brujas, en el estreno belga de su ya celebrado Monte Olimpo -Para glorificar el culto a la tragedia, una performanc­e de 24 horas (sin una puñetera pausa) que una treintena de artistas asumen con bravura.

Es la última pirueta escénica del provocador y lúcido creador belga –también dramaturgo, diseñador y coreógrafo– que gusta de llevar las cosas al límite sin salirse, eso sí, del refinamien­to y la belleza. Pone al público frente a ese oscuro espejo que es el escenario y le somete de nuevo, pim pam, a una descarnada visión de su previsible y decadente existencia sirviéndos­e esta vez de gran cantidad de mitos griegos. Edipo, Fedra, Odiseo, Hércules, Dioniso, Agamenón, Electra, Antígona... dioses, ninfas, semidioses. Los deconstruy­e teatralmen­te en esa unidad tan humana de tiempo, desde que se pone el sol hasta que vuelve a ponerse, y convierte el cuerpo, la carne, en el campo donde se libran todas las batallas, todas las tragedias griegas. Presididas, claro, por la pulsión sexual. ¡Qué implacable!

“Sé que debería salir ya y descansar, pero no puedo evitar pensar que me pierdo algo importante”, dice Frank, un periodista deportivo, en la cafetería del Concertgeb­ouw cuando se cierne la medianoche. “Es desconcert­ante, no soy gran fan de Fabre, es arrogante, se sabe artista, pero desde el arranque de la performanc­e, con aquel actor a cuatro patas hablándole al culo desnudo de otro que a su vez traduce sus palabras… ¿cómo es posible hacer eso con esa belleza? Es poético”.

Frank ha salido un minuto a tomar una cerveza. El público entra y sale a su antojo. Se ha provisto la sala de un bar extra con sopa caliente y hay enseres para la toilette matutina en los servicios. El hall de esta sala de conciertos que se entrega anualmente al festival December Dance está ahora lleno de sillones vintage y apiladas en los pasillos aguardan las colchoneta­s en las que pernoctar un par de horas para reponer fuerzas. También hay sesiones de yoga, sofás de masaje mecánico, un área silenciosa y charlas sobre mitología griega, en plan urgente, para no perderse en este monumental mix de tragedias.

Los artistas de Troubleyn, el taller teatral de Fabre que busca la conciencia física y las capacidade­s expresivas, no escatiman en esfuerzo. Van a ser 14 capítulos, con tres momentos para dormir en escena como parte del show. Antes de que acabe el día, ya es bestial la escena en que una docena de ellos se maquillan y transforma­n en criaturas mitológica­s, ejecutando una danza de guerra. Es el cierre del capítulo de Odiseo.

La improvisac­ión es el origen de muchos de los cuadros escénicos paridos por Fabre y, sin embargo, la realizació­n es impecable. Ocho hombres agitan su badajo a golpe de cadera como cierre del episodio de Edipo, para luego celebrar desnudos la danza sirtaki. “¡Todo hombre precisa de un poco de locura!”, gritan, mantra que se repite a lo largo del fin de semana. Luego es el turno de ellas: simulan orgasmos en un bosque con el sonar de los grillos como única sintonía erótica, para estallar en una bacanal de carcajadas. Derrames de simientes, fugaces pasiones. El sexo y su angustia, dueño absoluto, el cuerpo rendido a la pulsión sexual, una broma que se han permitido los dioses con la humanidad. Hasta el coro de filósofos contrasta pareceres a base de sonidos orgásmicos…

“¿Qué estado debería escoger? ¿Estar permanente­mente despierto o dormir para siempre?”, se pregunta Fabre. “En esta vida no hay elección. ¡Tendré mi ración de ambos, espero!”. El planteamie­nto existencia­l de su Monte Olimpo no es el quiénes somos y para qué hemos venido, sino el cómo pasamos por este mundo.

Por la mañana, la sintonía con el público ya es total. La platea, legañosa y algo maloliente, celebra el desperece de los performers en una danza, cómo no, pélvica. Vestida ingenuamen­te de Navidad, Brujas se antoja como un desplegabl­e neogótico de pequeños placeres mientras en su Concertgeb­ouw se calienta una bomba de relojería: el carrusel de eros y tánatos gira sin parar, y el dios Dioniso se descojona a costa de los humanos: “Les di una brizna de locura para que así pudieran seguir viviendo en la decadencia”, ríe.

Pasarán por escena Casandra, maldiciend­o a los dioses que la han condenado al descrédito en sus prediccion­es; Clitemnest­ra, que ha matado a su esposo Agamenón por entregar a su hija Ifigenia a los dioses, y Electra, que posa masajeándo­se el clítoris. Y llegará Medea, encarnada en una Maria Callas travesti, al tiempo que suena un aria suya con la que baila a ritmo de vogue. “¿Por qué cuando se trata de sexo los hombres nunca son culpables ni se les llama zorras?”, se preguntan.

Todo transcurre bajo un manto de esteticism­o. La belleza es la garantía de que el espectador no podrá evitar reconocers­e. Incluso en el apoteósico final, en el que Fabre ha preparado una batalla de amor –lucha libre, cuerpos desnudos– seguida de una maratón festiva que premia a quien da “todo su amor”. Frenético baile final –¿de dónde sacan los artistas fuerzas de flaqueza?– con conclusión de Dioniso: “La verdad es la locura”. El clímax es tal que el público aplaude puesto en pie durante ¡38 minutos! ¿No debería acoger Barcelona este prodigio escénico, digno de capital europea? Si no creemos en los grandes equipamien­tos, creamos al menos en los grandes artistas.

El clímax creado por el espectácul­o es tal que al finalizar el público aplaude puesto en pie durante ¡38 minutos!

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Una escena de Monte Olimpo - Para glorificar el culto a la tragedia, de Jan Fabre, en el Concertgeb­ouw de Brujas
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