Reproches al horno con salsa culé
Las dos dimensiones del fútbol, juego y resultado, no siempre se ajustan con la armonía necesaria. Hay multitud de ejemplos en los que a partir de un juego abyecto se obtienen resultados notables (el Chelsea de Di Matteo) y pruebas objetivas de que la excelencia creativa puede fracasar (el Brasil del Mundial de 1982). En general, las circunstancias explican este desajuste. En el caso del empate de Mestalla, el juego fue lo bastante satisfactorio para prever un resultado óptimo para los culés. Y quizás este fue el problema.
La inflación de las expectativas ha convertido al Barça en una multinacional de la victoria. Si no gana, los mecanismos de la depresión se activan con preocupante facilidad, como esas alarmas defectuosas que se disparan cuando alguien estornuda o un perro ladra más de la cuenta. “Hemos perdido dos puntos”, dijo Rakitic con una tristeza balcánica. ¿Qué nos ha pasado para que un resultado que antaño nos habría parecido notable hoy rasgue tantas vestiduras? Que, como aficionados, hemos sufrido una especie de hipertrofia de los músculos de la exigencia. Es una hipertrofia adictiva, que intenta hacer compatibles dos actividades contradictorias. Por un lado figura que nos hemos vuelto exigentes hasta el extremo de creer que tenemos que ganar siempre y en todas partes. Y, por otro lado, pobres de nosotros si se nos ocurre criticar determinadas circunstancias que pueden haber ayudado a no obtener un mejor resultado o plantear algunas objeciones.
Con buen criterio, Luis Enrique afirma que no tiene nada que reprocharle al equipo. Es un acierto: así evita follones estériles y contribuye a lo que, en principio (un punto en un campo objetivamente difícil), debería ser normal. Pero, a continuación, las palabras de Luis Enrique adquieren vida propia y se transforman en una consigna colectiva. Y parece que todos los culés tengan que comulgar obedientemente con la versión oficial bajo amenaza de ser considerados derrotistas si manifiestan objeciones o críticas más o menos remotas.
Que Luis Enrique no tenga nada que reprocharle al equipo no significa que los culés puedan reprocharle algo a Luis Enrique, al equipo y, si se tercia, al sursuncorda. Es más: salvo la euforia por la victoria, el reproche es uno de los instrumentos más explotados y que mejor domina el aficionado. El reproche siempre es útil y funciona con todo. Cuando pierdes o empatas, las culpas pueden ser infinitas y probablemente injustas. Pero, aparte del calificativo que podamos utilizar, ¿es una herejía lamentar que Neymar, Suárez y Messi hayan fallado en Mestalla dos oportunidades por barba que deberían haber entrado? Basta con decirlo y lamentarlo. No hay que flagelarse con constricción impenitente. Pero darse cuenta de ello no debería perjudicarnos y a veces olvidamos que el discurso oficial se rige por intereses diferentes a los nuestros. El club, a través de sus jugadores, técnicos y directivos, debe ser ponderado y prudente y debe reajustar los desajustes creados en el entorno. Esa es su misión. Pero nosotros podemos ser injustos, influenciables, inmaduros, oportunistas y bocazas. E incluso podemos, en un momento de magnánima lucidez, darnos cuenta de que el Barça no aprovechó las ocasiones
Nosotros podemos ser injustos, influenciables, inmaduros, oportunistas y bocazas
creadas y saber que este sentimiento no llega, ni mucho menos, a la categoría rabiosa de reproche.
¿Eso es un drama? No. Repito: a mí empatar en Valencia me parece mucho mejor que perder en Vigo. Y, con respecto al juego, estoy de acuerdo con Luis Enrique. No hay que reprochar nada, sólo intentar evitarlo. Y como, en general, ni Neymar ni Messi ni Suárez suelen fallar, no hay razones para dejar de ser optimistas y sí las hay para posponer el momento de ponerse la careta de hemorroides que a veces adoptamos al hablar Barça. (Otra prueba de la evolución antinatural de las cosas es el Mundialito. Hace años ya quedó establecido que cuando lo gana el Madrid es la insignificante Copa Toyota y cuando lo gana el Barça es la hostia. Así, pues, ahora toca cargar las pilas y, en pocos días, fingir que nos entusiasma y hacerlo tan bien que cuando empiecen las semifinales, ya nos lo hayamos creído).