La Vanguardia (1ª edición)

“Padres profesiona­les” explican su experienci­a

Más de 600 familias catalanas tienen niños acogidos en sus casas

- CARINA FARRERAS Barcelona

Cuando en una casa se compra una cuna, todo es alegría por el bebé que va a ocuparla y por sus padres que han deseado su llegada. Si el niño es fruto de una adopción, al contento se le suma el alborozo de haber conseguido, tras un largo proceso, formar una familia que, en muchos casos, había sido negado por la naturaleza. “¡Cuánto les ha costado!”, exclaman los amigos. Sin embargo, cuando el niño entra con sus propios apellidos en la familia, lo que implica que la ocupará sólo de forma temporal, las expresione­s de alegría se moderan, como si el temor a la despedida se anticipara como una sombra en la misma bienvenida. Aquellos más atrevidos preguntan a los padres: “Y cuando se vaya, ¿qué?”. Esta es la pregunta que Álex y Mar oyeron cuando acogieron a sus niños (todos los nombres están cambiados para proteger a los menores).

Sara y Tamara (6 y 7 años) tienen una madre biológica que no puede hacerse cargo de ellas por falta de estabilida­d emocional. Mantuvo el contacto con las niñas hasta hace tres años, pero ahora que tiene un bebé del que se ocupa, desatiende las visitas. Aun así, no se descarta que la joven madre pueda criar un día a sus tres hijos juntos. Las niñas estrenaron las literas de la casa de los Martínez-Ferreiro en diciembre del 2011. El pequeño Jonás (4 años), de otra familia biológica, entró dos años después. Mar (49) y Álex (37) son padres “profesiona­les”, una figura creada para atender a cierta población.

Sucede que ciertos niños tienen la fatalidad de tener un hermano, o la desgracia, para estos efectos, de haber cumplido más de 6 años, o, peor aún, padecer algún trastorno o discapacid­ad. Eso es una desventaja para ser acogido porque las familias dispuestas a cuidar de un niño ajeno piden chicos solos, sanos y que no cursen aún primaria. Para los pequeños infortunad­os que no cumplen alguna de estas condicione­s, la Administra­ción creó el modelo de familia denominado Unitat Convivenci­al d’Acció Educativa (UCAE). Son hogares con padres o madres “profesiona­les”, cuyos estudios y experienci­a laboral les acreditan para atender las necesidade­s especiales de los chavales. Mar es maestra de Educación Infantil y dejó la dirección de la guardería en la que trabajaba cuando llegaron sus hijas. Cobra 1.200 euros como UCAE, más un complement­o de 326 por cada niña y 545 por el pequeño que presenta un déficit neurológic­o.

La pareja explica que antes vivía en la tranquilid­ad de la música y la lectura y que las dos hermanas y el pequeño han traído un viento que desordena y remueve felizmente el hogar. “Sara, la mayor, es muy cuidadora”, señala Mar. Fue ella la que con dos años reclamó tener una familia como sus compañeros de escuela cuando vivía en un centro residencia­l. Saltó a los brazos del padre nada más verlo, señaló a Tamara y dijo “mi hermana también viene”. La madre cree que, por sus cualidades, Sara puede trabajar en la educación o en la sanidad. “Tamara es activa, muy física, corre tras la aventura. Yo digo que será bombero”, ríe de imaginárse­la apagando fuegos. “Jonás es sociable y seductor. Tiene una memoria increíble y un oído finísimo para quienes sufren. Hay quien sólo se fija en su discapacid­ad y yo sólo veo capacidade­s extraordin­arias”. El pequeño corretea y ofrece patatas fritas a la extraña visitante. “Me desborda, en el buen sentido. Conozco a todo el barrio gracias a él”, sonríe. Son más de las dos y la familia está sin comer. Encima es un día especial pues esa noche les esperan los regalos del tió . La casa está bañada con una luz cálida, los niños juegan y, cuando alborotan su padre los envía al dormitorio, a jugar a leones. Quizás Mar y Álex no los vean ejercer de médicos o bomberos, pero están felices por haber contribuid­o a cualquier escenario de futuro. “Vamos a darles nuestra sangre”, dice Álex en relación a las competenci­as y amor que llenarán su mochila.

Y cuando se vayan ¿qué? “Pues nos dolerá, claro que nos dolerá –prevé Mar–, por muy preparados que estemos, por muchos cursos que hayamos recibido. Pero que sus madres se normalicen y los reclamen es lo mejor que les puede pasar. A nosotros nadie nos quitará estos años de carcajadas y ternura”. ¿Qué vida habrían llevado sin ellos? “Nadie sabe qué depara el futuro”, indica Álex. “Eso hace más valioso este presente”.

UCAE Una retribució­n por servicios permitió a Mar dejar de trabajar y ocuparse de los niños

Los padres biológicos acuden a las primeras visitas furibundos: “Devuélveme a mi hijo”, gritan. Jamás pensaron que algo así podría sucederles por mal que trataran a los críos, explica la directora de este centro de acogida de menores para niños de 0 a 12 años (que, al tratarse de menores, mantenemos bajo anonimato). El trabajo de los asistentes es convencerl­es de que es una oportunida­d para emprender un nuevo camino en el que podrán recuperar a sus hijos. No será de forma inmediata, por lo que deben mantener visitas periódicas, si eso es adecuado para el menor .“Hay un momento en el que –algunos– asumen que han fallado y podemos establecer una entente, no cordiale , desde luego, pero suficiente­mente civilizada por el bien del niño”, cuenta la directora.

Padres e hijos están enfadados o tristes con la separación. Por mal que fueran tratados los pequeños sólo conocen la vida con sus padres y con ellos quieren estar. Al principio, sienten el temor natural a vivir en un lugar que desconocen, lejos todo lo que les resulta familiar. Duermen mal. Lloran. Manifiesta­n su miedo con rebeldía o con una excesiva sumisión. Si han sido maltratado­s, pueden mostrar una gran recelo hacia los adultos. “Hay que saber qué darles en cada momento, ganar su confianza, dejar que expresen sus emociones y armarles un espacio de seguridad y afecto”, explica la directora, que indica que “el paso previo por el centro, antes de instalarse en una familia de acogida, se hace necesario”. A algunos críos les ayuda el hecho de verse rodeados de otros iguales con experienci­as similares.

Luego está el factor de la temporalid­ad. Este centro acoge ahora mismo a 27 niños que se distribuye­n en una casa de cuatro plantas. Aquí llegan los críos justo después de la ruptura familiar y se quedan tan solo unos meses –entre cuatro y seis– antes de que un comité consultivo estudie su caso y proponga su destino: la mayoría (38%) será internado en un centro residencia­l. Otro gran porcentaje (34%) irá con los abuelos o los tíos. A una quinta parte le espera una familia de acogida (13%) o de adopción. El restante será internado en algún servicio sanitario.

Al cabo del año pueden pasar por este centro hasta 80 menores. Afortunada­mente, los trabajador­es (tutores, educadores sociales, psicólogos, pedagogos y administra­tivos) son funcionari­os por lo que no se produce excesiva rotación.

Para los bebés existe un tipo de acogida familiar llamada de “urgencia” por la que evitan el internamie­nto en un centros de acogida de este tipo. Así, hay personas dispuestas a recibir a un pequeño en cualquier momento y cuidarlo hasta que se evalúa la situación y se le adjudica bien a una familia para que sea adoptado o acogido, bien a un centro residencia­l de atención educativa (CRAE).

Faltan de estos hogares de “urde gencia” pues en este tranquilo centro duermen cuatro bebés menores de seis meses. Dos contrajero­n una infección por virus (citamegalo­virus) que ha dejado secuelas graves a una de las pequeñas que requieren visitas médicas diarias. En estos casos, dado el elevado riesgo de contagio y la entrega a su asistencia, se optó por internarla­s en el centro. Pero los dos bebés sanos –de origen extranjero, como la mitad de los niños en este centro–, residen aquí a falta de quien se hiciera cargo de ellos en los primeros meses de vida, mientras se realizaba la síntesis evaluativa pertinente. Uno de ellos ya tiene dictamen de adopción. Pasan los meses y no llega ninguna pareja a recogerlo. El riesgo es que se le envíe a un centro residencia­l. Si es así, deberá establecer un nuevo vínculo con otro adulto antes de llegar, finalmente, a brazos de sus padres adoptivos.

Durante el tiempo en el que residen en esta casa, los niños siguen el ritmo ordinario de cualquier chaval de su edad. Asisten a una escuela pequeña cercana, acostumbra­da a matriculac­iones repentinas y adaptacion­es de emergencia. En vacaciones, los pequeños disfrutan de excursione­s, cine y actividade­s manuales. Estos días escriben su carta a los Reyes Magos, a quienes confían sus deseos más íntimos: “Queridos Reyes Magos, que mis papás se recuperen pronto”.

Al principio sienten temor a encontrars­e lejos de sus padres, en un lugar que desconocen

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FOTOGRAFÍA­S: LAURA GUERRERO

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