La Vanguardia (1ª edición)

Nuevos viejos

- Antoni Puigverd

En pocos días, los nuevos partidos han envejecido una barbaridad. Albert Rivera se pasa el día dando lecciones a todo el mundo. “Las reformas políticas no pueden depender de Iglesias”, decía ayer poniéndose por encima de aquel que ha recogido más votos y exhibiendo el típico lenguaje frentista de las dos Españas de las que Ciudadanos debía liberarnos. Tales sobreactua­ciones ponen en evidencia un temor cerval: pasar en un tiempo de récord de estrella fulgurante a actor secundario.

Los tics de vieja política se le notan igualmente a Pablo Iglesias. Propugna un frente reformista de izquierdas para excluir al PP, a pesar de los números insuficien­tes y las fuerzas precarias de los partidos que lo conformarí­an. Tal frente ignora la regla de oro de la democracia: cualquier cambio regenerado­r, si quiere perdurar, debe tener en cuenta a todos los partidos.

Nada importante se puede hacer sin el PP: esta es la lección del desventura­do periplo del Estatut, que arrancó del excluyente Pacto del Tinell. Ciertament­e, el Partido Popular de Aznar ya había vulnerado esta misma lección unos años antes, al promover una reconfigur­ación de la democracia y de la idea de España que revisaba de facto la Constituci­ón de 1978. Aquel Aznar, que en un libro de 1994 hablaba de “Segunda transición”, fue el primero en romper los consensos de la transición. Lo hizo con gran determinac­ión: “sin complejos”, como él mismo decía.

Todos los partidos han actuado después con la misma filosofía desacomple­jada, que prescinde de la premisa esencial: ningún cambio significat­ivo se puede impulsar en nuestra democracia sin tener en cuenta a todos y a cada uno de los actores principale­s (incluidos los territoria­les). El cambio introducid­o de forma excluyente estará destinado al fracaso, después de dejar un rastro de crispación, malestar y, finalmente, de impotencia.

En cuanto a las CUP, y puesto que son tantos los que se burlan de ellos, es importante recordar que, de todos los nuevos, es el más coherente. Guste o no su discurso, no puede negarse que es la corriente política más obsesivame­nte preocupada en evitar la disociació­n entre lo que dice y lo que hace (lo prueba el planteamie­nto casi sacerdotal de sus cargos, que se imponen sueldos bajos y se prohíben repetir más de una legislatur­a). Ahora bien, las CUP tampoco han conseguido liberarse de un pringoso tic de la vieja política: la tendencia a la inflamació­n retórica.

Si algo sobra en la política catalana y española es la palabrería de vendedor de crecepelo para calvos. El discurso independen­tista y revolucion­ario de las CUP tembló como un flan cuando, debido al corto resultado de Junts pel Sí, las cifras parlamenta­rias exigían su respuesta. ¡Es tan fácil demonizar a los mercados, ampliar la nación a todos los Països Catalans y mantenerse en lo alto de la higuera de la pureza! ¡Y en cambio es tan difícil bajar a la pringosa realidad! Con o sin higos en el zurrón, al bajar de la higuera corres siempre el riesgo de romperte una pierna.

El cambio excluyente está destinado a fabricar más fracaso, crispación y malestar

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