Nuevos viejos
En pocos días, los nuevos partidos han envejecido una barbaridad. Albert Rivera se pasa el día dando lecciones a todo el mundo. “Las reformas políticas no pueden depender de Iglesias”, decía ayer poniéndose por encima de aquel que ha recogido más votos y exhibiendo el típico lenguaje frentista de las dos Españas de las que Ciudadanos debía liberarnos. Tales sobreactuaciones ponen en evidencia un temor cerval: pasar en un tiempo de récord de estrella fulgurante a actor secundario.
Los tics de vieja política se le notan igualmente a Pablo Iglesias. Propugna un frente reformista de izquierdas para excluir al PP, a pesar de los números insuficientes y las fuerzas precarias de los partidos que lo conformarían. Tal frente ignora la regla de oro de la democracia: cualquier cambio regenerador, si quiere perdurar, debe tener en cuenta a todos los partidos.
Nada importante se puede hacer sin el PP: esta es la lección del desventurado periplo del Estatut, que arrancó del excluyente Pacto del Tinell. Ciertamente, el Partido Popular de Aznar ya había vulnerado esta misma lección unos años antes, al promover una reconfiguración de la democracia y de la idea de España que revisaba de facto la Constitución de 1978. Aquel Aznar, que en un libro de 1994 hablaba de “Segunda transición”, fue el primero en romper los consensos de la transición. Lo hizo con gran determinación: “sin complejos”, como él mismo decía.
Todos los partidos han actuado después con la misma filosofía desacomplejada, que prescinde de la premisa esencial: ningún cambio significativo se puede impulsar en nuestra democracia sin tener en cuenta a todos y a cada uno de los actores principales (incluidos los territoriales). El cambio introducido de forma excluyente estará destinado al fracaso, después de dejar un rastro de crispación, malestar y, finalmente, de impotencia.
En cuanto a las CUP, y puesto que son tantos los que se burlan de ellos, es importante recordar que, de todos los nuevos, es el más coherente. Guste o no su discurso, no puede negarse que es la corriente política más obsesivamente preocupada en evitar la disociación entre lo que dice y lo que hace (lo prueba el planteamiento casi sacerdotal de sus cargos, que se imponen sueldos bajos y se prohíben repetir más de una legislatura). Ahora bien, las CUP tampoco han conseguido liberarse de un pringoso tic de la vieja política: la tendencia a la inflamación retórica.
Si algo sobra en la política catalana y española es la palabrería de vendedor de crecepelo para calvos. El discurso independentista y revolucionario de las CUP tembló como un flan cuando, debido al corto resultado de Junts pel Sí, las cifras parlamentarias exigían su respuesta. ¡Es tan fácil demonizar a los mercados, ampliar la nación a todos los Països Catalans y mantenerse en lo alto de la higuera de la pureza! ¡Y en cambio es tan difícil bajar a la pringosa realidad! Con o sin higos en el zurrón, al bajar de la higuera corres siempre el riesgo de romperte una pierna.
El cambio excluyente está destinado a fabricar más fracaso, crispación y malestar