Urgencias y desdenes
Ada Colau despidió ayer el año de su consagración política con una doble y esperada victoria. Por un lado, la aprobación de unas ordenanzas fiscales cuya única marca revolucionaria (que la subida del IBI se aplique sólo a las viviendas de más valor) lleva el sello del PSC. Por otra parte, la revisión de los símbolos monárquicos, un propósito al que, como estaba cantado, se han sumado, además de los otros grupos de la izquierda, los neoindependentistas de Convergència. El gobierno de BComú se ha movido en esta cuestión con la urgencia que se ha echado de menos en la negociación del presupuesto para el 2016, una negociación que, en la práctica, ni siquiera ha comenzado, para sorpresa de ERC y PSC, dos formaciones con tantas ganas de mostrarse cariñosas con la alcaldesa que sienten con especial dolor la indiferencia que esta les manifiesta la mayor parte del tiempo.
Los resultados del pasado 20 de diciembre confirmaron que Ada Colau es, hoy por hoy, uno de los valores más sólidos de la nueva política que ha puesto en jaque la tradición bipartidista española. Hitos como los 218.000 votos obtenidos por En Comú Podem en Barcelona (42.000 más que los que le bastaron a BComú para ganar los comicios locales en mayo) y su victoria en ocho de los diez distritos y en 63 de los 73 barrios de la ciudad refuerzan, y de qué manera, la proyección de una lideresa a la que no es difícil imaginar, a medio plazo, en otro tipo de aventuras políticas que trasciendan las fronteras del municipio. Sin embargo, esa convicción que desde el primer momento anida en el equipo de la alcaldesa de que es posible gobernar sólo con el poder otorgado por la gente (en el mejor de los casos por uno de cada cuatro votantes barceloneses), abriendo y cerrando y volviendo a reabrir procesos participativos escasamente participados, sin preocuparse de tender muchos puentes con la oposición y despreciando incluso a alguno de sus necesarios interlocutores, es un arma que puede acabar golpeando a quien la maneja y, lo que sería más grave, paralizando la acción de gobierno en muchos ámbitos que, siete meses después de la investidura de Colau, comienzan a reclamar algo más que gestos en busca de la ovación.