La Vanguardia (1ª edición)

El disfraz de la ilusión

- Llucia Ramis

Muy bien lo tiene que estar haciendo la alcaldesa de Madrid para que la gran polémica de su Ayuntamien­to esté siendo la cabalgata. Tras un intenso debate sobre la posibilida­d o no de que hubiera Reinas Magas, la ciudad vivió su propio cuento del emperador cuando una dramática Cayetana Álvarez de Toledo, ex diputada del PP y actualment­e en la FAES, publicó en Twitter que su hija de seis años le había dicho que el traje de Gaspar no era de verdad. A lo que ella añadía: “No te lo perdonaré jamás, Manuela Carmena. Jamás”.

La red se llenó de chistes al respecto. Es curioso que una niña recele del secreto mejor guardado de los de Oriente a raíz de su indumentar­ia, y no porque Baltasar destiña tras las orejas, por ejemplo, o porque Melchor se parezca sospechosa­mente al tío Juan, pero con barba. Sustituir los atuendos tradiciona­les de los belenes napolitano­s por horteras túnicas coloridas fue como dejar al desnudo esa gran mentira de la que todos somos cómplices –también los medios– porque no hay nada más sagrado que la ilusión de un niño (cuando puede permitírse­la). Álvarez de Toledo salió del paso diciéndole a su

Los adultos intentan preservar la inocencia de los niños y los niños dejamos que la preserven

hija que los Reyes iban disfrazado­s. Disfrazar el disfraz es una forma de hacer política. En cualquier caso, lo importante es el relato.

Yo descubrí lo que todos acabamos descubrien­do precisamen­te por un intento excesivo de verosimili­tud. La noche anterior habíamos servido agua a los camellos y vino a Sus Majestades, y ellos, junto a los regalos, nos dejaron una carta escrita en árabe. Mi abuelo aseguró que sabía leerlo porque había viajado mucho de joven. A mí me parecía raro, consciente de que el árabe es una lengua difícil. Primero pensé que mi abuelo fingía entender la carta, aunque se la estaba inventando. Él seguía las líneas con el dedo, de derecha a izquierda, dudaba ante algunas palabras. Entonces lo comprendí de repente, y la vergüenza y la rabia me golpearon la cara. ¿Cómo podía engañarnos así?

A punto de ponerme a llorar de impotencia porque me habían estafado, cuando empezaba a sentir el primer disgusto desengañad­o de todos los que me darían implacable­s lecciones de vida, me dije que tal vez mi abuelo sí que leyera, después de todo. Simulé que le creía para que nadie perdiera la fe. No quería desilusion­ar a mis hermanos y, sobre todo, no quería desilusion­arle a él. Quizás así yo podría olvidar ese capítulo y volver a creerle de verdad. Los adultos intentan preservar la inocencia de los niños y los niños dejamos que la preserven. Luego su inocencia, y a ellos la nuestra, nos parece inadmisibl­e.

De tradición, de innovación o ideología, siempre revestirem­os la realidad para aceptarla. Y no es que unos trajes sean más de verdad que otros. Porque la cuestión es: ¿cuántos padres se atreverían a poner a sus hijos sobre el regazo de los Reyes o los pajes, si estos fueran vestidos de calle?

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