Lo bello al fin sucumbe
Demente, homosexual, alcohólico y peligroso en el trato era la advertencia cauta que acompañaba la llegada de Francis Bacon al Soho londinense. Sin embargo, para el crítico Michael Peppiat fue una influencia benéfica cuando lo abordó, en 1963, para pedirle unas palabras para una revista de Cambridge. La reciente biografía del artista, Francis Bacon in your blood, escrita de un tirón por Peppiat como un homenaje inesperado y contradictorio a un personaje secreto, es la narración de una amistad entera pero jamás ciega ni interesada. Peppiat veía en Bacon un hombre duro abandonado al azar desde la conflictiva adolescencia dublinesa. Un artista cruel que a fuerza de destreza plástica, disciplina y dotes sobrehumanas de observación consiguió detener en el lienzo la figura dañada de un hombre cualquiera del siglo XX. Modelos desmesurados, agónicos o provocadores sometidos a la implacable disección figurativa del pintor con una fidelidad instintiva, animal si puedo hablar así.
Peppiat es con Michel Leiris y David Sylvester uno de los mejores conocedores de la obra de Bacon. Escapado a París en 1966 para trabajar en Le Monde y Art International, se convirtió pronto en confidente del artista en una ciudad en la que Bacon afianzó su fama y fortuna desde la legendaria exposición en el Grand Palais. Peppiat ha publicado dos libros sobre Bacon: Anatomía de un enigma y Apun
tes para un retrato, además de comisariar exposiciones sustantivas entre las que destaca una en el IVAM, donde lo conocí: Bacon. Lo
sagrado y lo profano, muestra y catálogo de los de antes. Argumentaba Peppiat: “Explorar la multiplicidad tanto de lo sagrado como de lo profano en el arte de Bacon nos enfrenta a algunos enigmas en el corazón de esas imágenes subversivas. ¿Por qué un artista agnóstico se demora en la Crucifixión o en la figura colosal del Papa de Velázquez? ¿Qué fuerza trasformadora le permite atribuir a las duras escenas de la vida diaria, un hombre anónimo en una habitación anónima, el aura que denuncia la desesperación y bordea el misticismo?”. Busquemos respuestas en el libro.
Vuelto de un viaje a Tánger y Andalucía, Peppiat quedó deslumbrado por la belleza de las chicas el barrio chino barcelonés y consideró perderse un año en la ciudad apenas fue- ra posible. Vio el anuncio de un instituto inglés, pero en Gijón, y emprendió allí una jugosa aventura peninsular. El cerrado ambiente norteño le cansó, y embarcó en un carguero de cabotaje hacia Barcelona, entre tabaco de contrabando y brandy Torres. Al fin llegó a la Rambla, que vivió como un espejismo neorrealista. Las calles grises, nocturnas y el aguijón punzante de las tascas de la plaza Reial. Una jugada divertida vino a trasformar su vida catalana: cierta familia amiga había hospedado en Oxford a un estudiante barcelonés que pretendía mejorar el idioma, resultó ser Jaime Gil de Biedma, a quien escribió de inmediato. Jaime lo llevó a El Cristal de Balmes, donde conoció a un grupo irrepetible de letra- heridos: Barral, Marsé, Ferrater, Luis Maristany. Un descubrimiento. La amistad de Peppiat con Francis Bacon despertó la curiosidad catalana que admiraba a Picasso y dio pie a una secuencia de encuentros decisivos. El otoño dorado que adelantó un gélido invierno londinense le estimuló a perseguir a Bacon. Coincidió con los Leiris, Sonia Orwell y los amigos del Soho y entró en el taller prohibido del artista: un sótano caótico donde pugnaba por dominar una pintura veraz y fuerte que anulara la tradición expresionista de convicciones cromáticas. Una atrevida deformación de los modelos, quizás, pero una deformación guiada por la verdad que traduce las apariencias figurativas en imágenes. Primera lección sobre la brutalidad de hecho que indagan los trabajos plásticos del artista, entre fotografías de animales salvajes, escenas de boxeo, propaganda nazi y masas aterrorizadas. Un perfil de George, el modelo íntimo, Lucian en un sofá y Henrietta rota y desnuda en una fotografía en sepia. Pinceles, pigmentos, basura entre reproducciones de Goya y Velázquez. El imaginario convulso de Bacon del que surge la áspera exigencia de su pintura. Desde esa experiencia, el crítico “lleva a Bacon en la sangre”.
Sin duda Peppiat fue el mejor oyente de Bacon. Políglota, despierto y hábil discutidor, su presencia callada en las inacabables sobremesas parisinas llegó a ser una cálida imagen sin tiempo. Bacon lo llevó a George Dyer, amigo y modelo proletario, pero también el más dotado para representar las fantasías figurativas del pintor en imágenes terribles. Enseguida la vieja guardia del Soho, la fascinación recuperada por Tánger y Marruecos, la quimera de Madrid –la pintura del Prado fue obsesiva para Bacon–. Una vida de gestos cómplices recuperada en un sinfín de motivos que perfilan una evolución artística y trazan la ruta oculta de una conversión sentimental: la figura todopoderosa de un padre cercano y perdido. El lugar inestable del arte británico y el enigma perdurable de la pintura de Velázquez, o la fantasía de Goya son temas recurrentes en la conversación con Leiris, siempre tenso e incapaz de controlar la móvil expresividad de su rostro cargado de signos de ansiedad que divertían a Bacon.
El testimonio de Peppiat desvela otra cara de un Bacon radiante: es la figura nocturna, el clandestino flâneur de los bulevares parisinos y los callejones del Marais a la búsqueda de esos indicios de verdad que nos perturban en su obra. Lo bello al fin sucumbe, advirtió Shakespeare. El santo bebedor alterna el gran hotel con la zahúrda maloliente de arrabal, hasta que el cuerpo aguante. Confesaba en una ocasión difícil en Les Halles: “Aspirar el nauseabundo olor de los vertederos y el tufo mortal que nos contagian los despojos de una carnicería, esto es de hecho lo real, la constante descomposición de la vida en la nada”, subrayaba Bacon en castellano durante el lustro final en el Madrid encendido de la movida. Retornan las palabras de Macbeth: “La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia”. Un libro magnífico.