La Vanguardia (1ª edición)

¿Cuántos pisotones, codazos o patadas?

- Joaquín Luna

Gerard Piqué lleva camino de hacer historia –cansina expresión–: nunca uno de los defensas más nobles que han jugado la Liga española ha sido tan abucheado dentro y fuera de los terrenos de juego. Somos un país católico: ¿y de quién es la culpa? Unos dirán que del jugador, y otros, el menda, tenemos muy claro que Piqué tiene la habilidad de poner al mundo del fútbol, tan tradiciona­l, frente al espejo de sus contradicc­iones.

¿Piqué, mal compañero? Una de las distincion­es menos valoradas del Barça es la supresión, diría que definitiva, de la figura del defensa expeditivo. Salvo Puyol y Piqué, todos los grandes defensas centrales que recuerdo –desde Paco Gallego y Goyo Benito en los setenta hasta los Hierro o Sergio Ramos– eran eso que llamábamos expeditivo­s. De la misma forma que la sociedad daba por hecho que “todos los políticos roban” y nos quedábamos tan anchos, el mundo del fútbol aún acepta con naturalida­d que los codazos a mala uva en un salto –¡yo vi en Sarrià el de De Felipe a Santillana!–, el marcar los tacos en el empeine o el enviar recados verbales hijoputesc­os forman parte de los derechos de los defensas expeditivo­s.

Sergio Ramos tiene uno de los historiale­s delictivos más acreditado­s del fútbol español y con sus 116 tarjetas amarillas lleva camino de desbancar al gran Albelda, un angelito, tras superar a legendario­s como Hierro y Marchena. Gerard Piqué no sólo está muy lejos de este escalafón (53 amarillas) sino que además no le recuerdo ninguna acción a traición o con ánimo de lesionar.

Piqué frecuenta excesivame­nte las refriegas verbales en el campo, pero nunca ha dado una sola patada al modo de uno de sus conocidos, Arbeloa, prototipo del mal compañero de profesión porque a poco que se lo sugieran –como debía de hacer Mourinho– le sale un espíritu navajero, de los que te atracan en un callejón oscuro y te susurran:

–¡No es nada personal! Si no gritas, cuando te hunda la navaja ni te enterarás...

Mientras una sucesión de jugadores hacen cosas poco edificante­s –¿alguien duda que Pau López se recreó en clavar los tacos a Messi por error?– y pasamos página –cosa que me parece muy bien, jugar un partido de fútbol no es la ceremonia del té japonesa–, a Gerard Piqué se le sataniza como si fuera una mala persona. En el campo, ciertament­e, los hechos cantan, no lo es ni lo ha sido nunca.

¿Es Piqué una buena persona fuera del terreno de juego? No tengo ni idea. Tampoco me interesa mucho. En contra de la opinión dominante, soy de los que piensan que es mal negocio para la sociedad poner a los futbolista­s de élite como ejemplos para los niños y niñas. Desde aquel inolvidabl­e “no a las drogas” de Diego Maradona para una campaña de la Generalita­t en los años ochenta, rodado en una playa de Castelldef­els, uno es reacio a poner a jóvenes millonario­s veinteañer­os como modelos potenciale­s. Yo me conformo con que Neymar no conduzca mucho el espectacul­ar Ferrari con el que ya se le ha visto por Barcelona o con que no firme más documentos de los necesarios.

Si seguimos poniendo a los futbolista­s de élite como portadores de valores extra- deportivos, vamos apañados. Hacerlo ya me parece otra muestra de la infantiliz­ación de la sociedad: ejemplos son las monjitas que curaban el ébola en pueblos perdidos de África o algunos –no todos– deportista­s olímpicos a los que sólo hacemos caso un día de cada cuatro años siempre y cuando ganen una medalla que les reportará un salario de funcionari­o otros cuatro años. Por ahí, quizás... pero ¿estrellas del fútbol a los que cedemos las mesas en los restaurant­es, las chicas en las discotecas y los huecos en los aparcamien­tos? ¿Qué se puede esperar, más allá de que no comentan más tonterías de la cuenta?

Piqué es hábil con el Twitter: sabe cómo tocar lo que no suena. El mismo fútbol que hace la vista gorda a codazos traicioner­os, patadas al tobillo o gritos deseando la muerte del hijo de Piqué lleva meses condenando a un jugador que no se parece a otros. “Ya sabéis como soy”. Y yo diría que no hay para tanto.

Si seguimos poniendo a futbolista­s de élite como portadores de valores sociales, vamos apañados

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