La Vanguardia (1ª edición)

El maravillos­o mundo del ‘calçot’

- Joaquín Luna

Hasta anteayer, yo veía a un señor con las uñas negras y pensaba: menudo guarro. El sábado 6 de febrero del 2016, en la marinera villa de Blanes y ante medio centenar de amigos de la adolescenc­ia estival de Calafell, fui cómplice de una calçotada, la primera de mi vida. Ahora, cuando vea a un señor con las uñas negras, le saludaré: –¿Y usted cuántos calçots engulle? La víspera de la calçotada estaba hecho un flan. Tantos años recelando y, en horas, yo podía ser uno de esos tripaires creciditos que alzan un calçot y lo engullen, provistos de un babero...

–Me vas a hacer la ola. Estoy con una suiza que ha venido sola a pasar el fin de semana en Barcelona. Te paso foto, su número y quedas. –Imposible. Voy a una calçotada. La señora era, efectivame­nte, elegante, pero no veía clara la asistencia de gol de mi amigo golfo.

–Tiene ganas de rollo... Tomas algo y si no te gusta, te vas.

–Me han dicho que al acabar uno da lástima. ¿Cómo voy a seducir a una mujer después de comer calçots?

Pocas veces en mi vida he de- mostrado tener tanta clarividen­cia.

Tras 1.842 watsaps –hubo premio al más activo–, el grupo celebró la fuerza de nuestros recuerdos –y el cierre del grupo de WhatsApp creado para la ocasión– con una calçotada ortodoxa en casa de Rafael, científico y el tipo de persona que crea amistad por donde pisa y pasa.

Los calçots llegaron envueltos en hojas de La Vanguardia, como en la posguerra. Tardé dos o tres calçots en darme cuenta de que se pelan al revés de como lo hacía. Antes, comí por error restos de calçots de mi vecino. Hubo concurso de salsas, siete. Voté como siempre: sin criterio. Untaba el calçot y al momento desaparecí­an los matices de cada salsa. –¡Las salsas son lo mejor! Eso dijo Alfonso, baturro y médico, el vecino de los calçots trampa. Menudo cumplido a un alimento. Amigos y amigas estupendos, padres de familia, dentistas, ingenieros, empresario­s, secretario­s de Ayuntamien­to... alzando una cebolla fálica para engullirla. Lejos de deprimirme con el panorama:

–Sólo la amistad explica que semejante acto de barbarie gastronómi­ca pueda celebrarse en el siglo XXI.

¡Qué manos pringosas! ¡Y esas uñas ennegrecid­as! ¿Se sobrevive a la digestión? Cuando llegaron las fuentes de pollo asado y butifarras, agarré las piezas con las manos, sin dudarlo. Cualquier signo de civilizaci­ón me parecía insultante, y estuve a punto de abrazar un árbol cercano para darle cariño. Fue entonces cuando comprendí que ya era un poco calçotaire, el yihadista de la gastronomí­a.

Al regresar de noche a Barcelona, imaginé lo triste que hubiera sido una cita con una suiza distinguid­a, compartir mesa con mantel y cenar con cuchillo, cuchara y tenedor. Y, sobre todo, ¡cualquiera le explica qué es y en qué consiste una calçotada!

Después de comer varios ‘calçots’, empecé a renegar de la civilizaci­ón y sentí el deseo de abrazar un árbol

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