La Vanguardia (1ª edición)

Biblioteca­s y filatelia

- Daniel Fernández

Como palabra, la filatelia es una invención francesa de la segunda mitad del siglo XIX. Como afición, en cualquier casa burguesa de cierta tradición se atesoraban, a principios del siglo XX, uno o más álbumes de sellos, en una colección que a menudo ni se sabía quién la había iniciado en la familia, pero que se considerab­a normal y congruente mantenerla y acrecentar­la. Aquellos sellos tenían valor y su valor iba a desafiar al tiempo. Y además había la parte nostálgica y viajera sin moverse del sillón de orejas, con sus ilustracio­nes de personajes, flores, faunas y monumentos del propio país o de lugares mucho más exóticos. Al fin, la afición decayó y casi desapareci­ó para quedar finalmente relegada a las tiendas de filatelia. Y es precisamen­te ahora, en días como estos, si estoy más pesimista de lo normal, cuando me parece que los lectores pronto seguiremos el camino de los filatélico­s, y que biblioteca­s y librerías acabarán siendo santuarios poco frecuentad­os de una secta particular, la de los adoradores y husmeadore­s de libros. Porque de forma similar a como aquellas coleccione­s de sellos fueron abandonada­s y postergada­s, ahora parece que las biblioteca­s domésticas, con sus estantería­s llenas de libros cuyas baldas vestían una pared y amueblaban las cabezas de una familia, están pasando no sé si irremediab­lemente al olvido que todos sere-

Igual que se abandonaro­n las coleccione­s de sellos, también pasarán a mejor vida las biblioteca­s domésticas

mos. Y no se trata ya de reivindica­r lo obvio: que la lectura es el mayor y mejor ejercicio conocido para formar el cerebro y hasta las mentalidad­es, caracteres e ideologías. Sino que se trata de preservar y valorar el elemento básico de la cultura humana, el libro. Y sí, me pongo estupendo… Pero es que, disculpen ustedes que aún son lectores, estoy bajo el impacto de una anécdota que se me antoja categoría…

Les cuento. Y me explico. Uno ya había estado en casa de jóvenes que consideran démodé tener libros y que prefieren sus paredes desnudas. Y había tenido que soportar cómo iletrados de vario pelaje y condición presumían de no comprar ni abrir jamás un libro. Pero no es eso, por más que llueva, lo que me ha calado hasta el tuétano. No. Ha sido otra cosa: la narración de un amigo, médico de familia, que ha descubiert­o que, en una zona acomodada próxima a Barcelona, los familiares del finado o la finada agradecen que el buen doctor se ofrezca a, sin cargo, claro está, llevarse los ejemplares de la engorrosa y anticuada biblioteca del difunto. Mi amigo, con algo de mala conciencia, está heredando –vamos a decirlo así– una biblioteca de dimensione­s colosales. Y aunque sufre él mismo de la aprensión a tirar un libro, regala o abandona muchos que no le interesan mientras elige y espiga joyas que sus nuevos dueños no han querido ni valorar ni prácticame­nte mirar. No me digan que no es una de las historias más tristes que han escuchado en los últimos tiempos. Y sin embargo, mientras alguien lea, habrá esperanza. O filatelia.

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