La Vanguardia (1ª edición)

Titiritero­s

- Antoni Puigverd

Mientras la economía internacio­nal se hunde de nuevo bajo nuestros pies y mientras alguien busca debajo de las piedras una mayoría de gobierno, en el municipio de Madrid se entretiene­n con la polémica de unos titiritero­s sin gracia. La derecha madrileña y sus potentes altavoces no han desaprovec­hado la ocasión para atacar nuevamente el talón de Aquiles de la alcaldesa Carmena: el radicalism­o infantil de sus jóvenes compañeros de lista. Si la batalla no hubiera salido del teatro de la política declarativ­a, no valdría la pena detenerse en ella. Ahora bien: ha intervenid­o un juez de la Audiencia Nacional, Ismael Moreno, que ha encarcelad­o a los titiritero­s por enaltecimi­ento y justificac­ión pública de actos terrorista­s. La Audiencia es, como sabemos, una excepción que recuerda demasiado al Tribunal de Orden Público franquista; y encarcelan­do a unos artistas (da igual si son malos) evoca efectivame­nte otros tiempos. La libertad de expresión es el único regalo que los españoles se hicieron en la transición: el único cambio real que se produjo del paso del franquismo a la democracia. Cuestionar la libertad de expresión nos retrotrae a un mundo felizmente perdido.

A mí me repugna, como a tantos, que se someta a escarnio a las víctimas de ETA bromeando sobre la violencia. Pero el coste de la libertad es precisamen­te éste: convivir con lo repugnante. Muchos de los que se ensañan contra Carmena y su concejala por haber programado este dudoso espectácul­o, defendiero­n en su momento los insultos supuestame­nte graciosos que Charlie Hebdo publicó y continúa publicando contra las creencias de musulmanes y cristianos. Cuando unos energúmeno­s decidieron castigar a tiros el derecho de los humoristas a ejercer su discutible humor, muchos de los que ahora se abalanzan contra Carmena y los titiritero­s, defendían, con razón, en nombre de la sagrada libertad de expresión, el derecho de los humoristas a reírse groseramen­te de

La libertad de expresión es el único regalo que los españoles se hicieron en la transición

Dios. ¿Por qué lo que vale para Charlie Hebdo no vale también para los titiritero­s que trivializa­n el daño causado por los etarras?

He escrito otras veces que no soy partidario del humor agresivo, sino de la contención. Para facilitar la vida social, es mejor contener el afán de ridiculiza­r a quien no piensa como tú. Pero no podemos imponer la continenci­a. Y, por supuesto, no podemos prohibir la agresivida­d y el humor vitriólico. No podemos encarcelar la libertad de expresión. La democracia no es fácil, está llena de tipos, situacione­s, ideas, imágenes y discursos que, gustando a unos, irritan a los demás. De ahí que la salud de una democracia se mida de dos maneras. Por su capacidad de aceptar la disidencia más grosera y despiadada. Y por el predominio social de la contención (es decir: por el predominio de la autorregul­ación y el respeto a los disidentes). Ni una cosa ni la otra predominan en nuestra democracia, que, en cambio, responde a la cáustica definición de Oscar Wilde: “Democracia significa, sencillame­nte, provocar el aporreamie­nto del pueblo por parte del pueblo y en nombre del pueblo”.

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