Titiriteros
Mientras la economía internacional se hunde de nuevo bajo nuestros pies y mientras alguien busca debajo de las piedras una mayoría de gobierno, en el municipio de Madrid se entretienen con la polémica de unos titiriteros sin gracia. La derecha madrileña y sus potentes altavoces no han desaprovechado la ocasión para atacar nuevamente el talón de Aquiles de la alcaldesa Carmena: el radicalismo infantil de sus jóvenes compañeros de lista. Si la batalla no hubiera salido del teatro de la política declarativa, no valdría la pena detenerse en ella. Ahora bien: ha intervenido un juez de la Audiencia Nacional, Ismael Moreno, que ha encarcelado a los titiriteros por enaltecimiento y justificación pública de actos terroristas. La Audiencia es, como sabemos, una excepción que recuerda demasiado al Tribunal de Orden Público franquista; y encarcelando a unos artistas (da igual si son malos) evoca efectivamente otros tiempos. La libertad de expresión es el único regalo que los españoles se hicieron en la transición: el único cambio real que se produjo del paso del franquismo a la democracia. Cuestionar la libertad de expresión nos retrotrae a un mundo felizmente perdido.
A mí me repugna, como a tantos, que se someta a escarnio a las víctimas de ETA bromeando sobre la violencia. Pero el coste de la libertad es precisamente éste: convivir con lo repugnante. Muchos de los que se ensañan contra Carmena y su concejala por haber programado este dudoso espectáculo, defendieron en su momento los insultos supuestamente graciosos que Charlie Hebdo publicó y continúa publicando contra las creencias de musulmanes y cristianos. Cuando unos energúmenos decidieron castigar a tiros el derecho de los humoristas a ejercer su discutible humor, muchos de los que ahora se abalanzan contra Carmena y los titiriteros, defendían, con razón, en nombre de la sagrada libertad de expresión, el derecho de los humoristas a reírse groseramente de
La libertad de expresión es el único regalo que los españoles se hicieron en la transición
Dios. ¿Por qué lo que vale para Charlie Hebdo no vale también para los titiriteros que trivializan el daño causado por los etarras?
He escrito otras veces que no soy partidario del humor agresivo, sino de la contención. Para facilitar la vida social, es mejor contener el afán de ridiculizar a quien no piensa como tú. Pero no podemos imponer la continencia. Y, por supuesto, no podemos prohibir la agresividad y el humor vitriólico. No podemos encarcelar la libertad de expresión. La democracia no es fácil, está llena de tipos, situaciones, ideas, imágenes y discursos que, gustando a unos, irritan a los demás. De ahí que la salud de una democracia se mida de dos maneras. Por su capacidad de aceptar la disidencia más grosera y despiadada. Y por el predominio social de la contención (es decir: por el predominio de la autorregulación y el respeto a los disidentes). Ni una cosa ni la otra predominan en nuestra democracia, que, en cambio, responde a la cáustica definición de Oscar Wilde: “Democracia significa, sencillamente, provocar el aporreamiento del pueblo por parte del pueblo y en nombre del pueblo”.