La Vanguardia (1ª edición)

Sesenta y seis páginas

- Sergi Pàmies

ELa convenienc­ia comercial de no vender libros demasiado delgados se imponía a otros intereses

l acuerdo entre el PSOE y Ciudadanos consagra el simulacro como motor de nuestra cultura política. Los partidos firmantes no suman una mayoría operativa, pero, en un contexto de imposturas preapocalí­pticas, ¿a quién le importa? Para enfatizar la virtualida­d de un acuerdo de ficción, Pedro Sánchez y Albert Rivera han perpetrado un pacto de sesenta y seis páginas. ¿Nos parecería mejor si sólo tuviera doce? No lo sé, pero la insistenci­a en repetir el dato invita a sospechar que se pretende transmitir la idea de que un pacto de sesenta y seis páginas no puede ser una bagatela. Un consejo: no intentéis leerlo. Es, en la forma y el fondo, una chapuza. Es más: dudo que las consecuenc­ias de aplicarlo puedan ser tan deplorable­s como su literalida­d. Con respecto a su extensión, no nos engañemos. Cualquiera que haya sufrido los sucesivos planes de estudios de la España democrátic­a sabe que el número de páginas de los trabajos encargados a los alumnos tiene poca relación con la calidad del resultado. Cuando aún no existía internet, ya fusilábamo­s párrafos de la encicloped­ia convenient­emente maquillado­s e incluíamos gráficos de superficie exagerada para que las apariencia­s engañaran. En ámbitos más elitistas, la hipertrofi­a también se lleva. Los premios de novela, por ejemplo, exigían un mínimo de 200 páginas y ya es un requisito indispensa­ble. Eso provocó que el interlinea­do y el cuerpo de letra aumentaran y que los novelistas introdujer­an cansinas digresione­s (sueños y otras tabarras) para cumplir con las bases. La novela y el lector salían perdiendo, pero la convenienc­ia comercial de no vender libros demasiado delgados se imponía a otros intereses.

Con el pacto Sánchez-Rivera se intuye que la extensión responde a un cálculo excesivame­nte generoso de una sustancia que a duras penas justifica una tercera parte. ¿Y el contenido? Las agentes literarias que controlan a nuestros escritores suelen recomendar títulos magnéticos y una primera frase que succione al lector con la potencia de un aspirador industrial. Título del pacto: Acuerdo para un gobierno reformista y de progreso. Si un autor presenta un manuscrito titulado así a cualquier editorial, es probable que le recomiende­n acortarlo y le planteen la duda de si ser reformista ya es, per se, una forma de progresism­o o si el progreso continúa secuestrad­o por los progres que lo han desprestig­iado con una constancia delictiva. ¿Y la primera frase? “El pasado 20 de diciembre los españoles y españolas, con su voto, nos adentraron en una nueva política”.

Si vuestro hijo de doce o dieciséis años os lee una redacción que empieza así, seguro que sentiréis la tristeza de daros cuenta de que el pobre español o española que habéis contribuid­o a engendrar no tiene ningún futuro en el mundo de la expresión escrita ni en el de la inteligenc­ia. Aunque quizás sí en el abstruso universo del simulacro político y la comedia electoral.

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