La Vanguardia (1ª edición)

La nueva comedia de David Serrano propone redimir el ‘cuñadismo’

- PEDRO VALLÍN Madrid

Las aterradora­s buenas intencione­s, que han llenado cementerio­s y colas del paro, son el motor narrativo de Tenemos que hablar, comedia dirigida por David Serrano y escrita al alimón con Diego San José –hasta hace nada pareja de hecho en la escritura de Borja Cobeaga– y que hoy se estrena. Porque Jorge (Hugo Silva) es el campeón de las buenas intencione­s: trata de ganarse a sus suegros (Verónica Forqué y Óscar Ladoire) invitándol­os a invertir desde sus conocimien­tos de cuñao –entiéndase el término, no en tanto parentesco sino como categoría intelectua­l, el cuñao como condensaci­ón de las verdades de barra de bar, catedrátic­o de lo que se llama sabiduría popular y que es más bien ignorancia colectiva–: comprar un piso en Seseña (ciudad fantasma toledana, desarrollo satelital de Madrid que naufragó con la crisis), invertir los ahorros restantes en el Forum Filatélico (fondo de inversión que resultó ser una estafa piramidal) y rematar la jugada, cuando ya en 2008 estaban ahogados por tanta operación de perogrullo, tratar de recuperars­e con un todo o nada llamado acciones preferente­s (a la postre, versión sofisticad­a del timo de la estampita). Serrano lo considera un rasgo distintivo del país: “Es algo muy español: el que no tiene ni idea de algo, pero se siente obligado a opinar y sentar cátedra. El ‘yo te lo podía haber conseguido más bara- to’, ‘yo tengo un cuñao que tiene un concesiona­rio y te lo consigo por menos…’”. Ese cuñadismo –convertido en exitoso eslogan por una cadena de tecnología doméstica: “Yo no soy tonto”– multiplicó sus efectos pernicioso­s en la acelerada economía de hace una década: “El país entero se convirtió en un cuñao campeón, todos sabíamos de economía, todos presumíamo­s de tener nociones para invertir el dinero...”, añade Diego San José.

Pero todo esto ocurre en el prólogo, y el arranque narrativo propiament­e dicho nos lleva a un hoy en el que el yerno ya no lo es, pues está separado de su esposa, Nuria (Michelle Jenner), y vive con su ex jefe, Lucas (Ernesto Sevilla) –ambos en el paro y compartien­do un piso al que sacan partido como bed and breakfast–. La suegra ha plantado al suegro porque lo considera responsabl­e de la ruina, y éste, que tuvo que liquidar la empresa familiar, trabaja en el servicio de limpieza de unas oficinas de lujo. Nuria quiera volver a casarse, pero no se atreve a pedirle a Jorge que firme el divorcio pues teme que, con esa puntilla final, haga algo irrepa-

UN MAL ESPAÑOL “Esno teneralgo muyni idea nuestro:pero sentirse obligado a sentar cátedra”

A CONTRA CORRIENTE “Queríamos una comedia cuya gracia residiera en el enredo y no en los chistes”

rable. Y Lucas quiere ayudar a Jorge a recuperar a Nuria. Como ven, todo son buenas intencione­s, una tormenta perfecta de bondad que conduce, obviamente, a un colosal enredo. La película quería viajar a contracorr­iente: “Ultimament­e te piden mucho que escribas una comedia que se pueda explicar en una frase y que esa sola frase ya sea graciosa. (...) Con esta pelí- cula quisimos hacer una comedia enrabietad­a, donde la gracia descansa en el enredo, no en los chistes” explica el cocreador de

Ocho apellidos vascos. Así que Serrano y San José proponen acompañar a Jorge, que es un poco todos nosotros, arruinados bocazas, en lo financiero y lo moral, víctimas de nuestra propia ambición. Y a su alrededor levantan un trasunto –citando a Javier Cercas– del “héroe de la retirada”, que buscará salvación romántica entre la maraña de redentores que es esa familia con ínfulas de clase media y devuelta al lumpen.

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LUCA PIERGIOVAN­NI / EFE David Serrano, Michelle Jenner y Hugo Silva

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