La Vanguardia (1ª edición)

Tío Umberto nos dejó con la mierda

- Gregorio Morán

Hay intelectua­les de los que sospecho que mueren agotados porque están hartos de aguantar la sociedad que les ha tocado vivir. Ya es suficiente. Me voy. Podría ser el caso de Umberto Eco. En enero cumpliste 84 años, te has bebido todo el whisky de las grandes destilería­s, tienes más azúcar en tu sangre que una pastelería, has ayudado a crear una familia, con una esposa amable, e incluso tienes el privilegio de algún nieto inteligent­e. ¿Qué más puedes hacer? ¿Aguantar la enésima entrevista sobre la relación entre cultura académica y cultura popular, corriendo el riesgo de abofetear el periodista o mandarle literalmen­te a la mierda, echándole de tu casa y perdiendo así la fama de hombre tranquilo, educado, piamontés consolidad­o en Milán, esas cimas de la vieja cultura?

Fíjense si mi intuición no está exenta de sentido que varias necrológic­as españolas han señalado como grave asunto que a Umberto Eco no le hubieran dado el premio Nobel. (Lo dijo un furrier de la cultura oficial que llegó hasta ministro del ramo, César Antonio Molina. Incluso otro señaló, con buen ojo de lector de solapas, que el Tío Umberto abrió el camino para escritores de fuste como el espadachín Pérez-Reverte o el oficinista patriótico Jaume Cabré).

Están perplejos porque en las necrológic­as de Umberto Eco no figuran premios. (Le dieron dos sin chalaneo, de los que no se acordaba ni él). ¿Alguien imagina en España un escritor sin premios? Un escritor o escritora sin un Planeta, un Nadal, un premio de la Crítica, de la Asociación de Amigos de la Capa, de los libreros de Catalunya o de Bilbao… Un tío así no es nada, una chufla con suerte. ¿Y académico? Me sorprende, no figura como académico. ¿Acaso no hay academias en Italia? ¿Cómo puede ser un escritor serio alguien que no exhiba premios ni sea académico, aunque le toque el sillón de la “ñ minúscula”? Como diría un taurino de los de antes, “a la cultura italiana modelna le falta señorío”.

Pertenezco a otro siglo, a veces dudo si al XX o al XIX, soy de los que aún manejan recortes. El trabajo más brillante periodísti­camente hablando que se publicó en España sobre Umberto apareció en La Vanguardia (1989), y lo firmó Ana Gargatagli, de la que desconozco todo, pero que situaba perfectame­nte el personaje de un intelectua­l de las caracterís­ticas de Eco. Conservo el texto. ¿Qué otorga a Umberto su singularid­ad de hombre de otro tiempo a punto de afrontar, acojonado, literalmen­te, lo que denomina “el tercer milenio”? Lo escribe muy claro: “Las redes sociales conceden el derecho a la palabra a legiones de imbéciles que antes se expresaban solamente en el bar tras tomarse un vino”.

Hace ahora exactament­e cinco años –enero del 2011– dediqué una Sabatina a Umberto Eco, que he rescatado de mis papeles y que lleva una ilustració­n soberbia de Meseguer, que me conmovió admirándol­a. Como no sabría escribirlo mejor que entonces, me permito la osadía de repetir el primer párrafo que abre el artículo:

“Se necesitan varias cosas para escribir un libro como El cementerio de Praga. En primer lugar, talento. Luego, valor y audacia; infrecuent­es en los tiempos que corren, donde parece que los escritores tienen un contrato con las casas asegurador­as. También es obligada una cultura que trascienda la erudición y que entienda que detrás de todo, desde la manera de hablar hasta la forma de comer, se debate siempre una cuestión de poder. ¿Quién manda y quién obedece? No hay que olvidar tampoco el humor, derrotado entre nosotros por la sal gruesa del estupidari­o. Y la ironía, que se reduce en la prosa a la complicida­d entre el autor y el lector, apenas un guiño. Por último, y fundamenta­l, se necesita ser Umberto Eco”.

Me impresionó El cementerio de Praga (2010), que no gustó a los críticos profesiona­les de la época. Había en el libro muchos elementos que te hacían preguntar cómo era posible que un libro de esas caracterís­ticas fuera impensable entre nosotros. Y llegué a la conclusión de que el “humus”, esa capa cultural compartida, discutida, pasada por universida­des dignas de tal nombre, y colegas con los que uno peleaba por las ideas, no por el departamen­to.

Umberto Eco inició su vida cultural y social y política como dirigente de las Juventudes de Acción Católica. Su tesis sobre El problema estético en Tomás de Aquino (1954) le hace romper con la Iglesia, como dirá él mismo, y con la fe católica, y da un triple salto mortal. Nada menos que Las poéticas de Joyce (1962). Luego vendrán los Diarios mínimos y Apocalípti­cos e integrados (1965). Pero decir esto es bibliograf­ía muerta, canónica, en la que no cuenta el “humus”, eso que facilita la creación, el debate, el aprendizaj­e más allá del rigor de unas lecturas y una formación clásica rigurosa y competente: Turín, Pisa, Bolonia, Milán. La gente desconoce que aparece fugazmente nada menos que en una de las películas más significat­ivas de la época, La notte (1961), de Antonioni. Que comparte amistad y vecindario con el músico Luciano Berio.

Está en el mundo de la cultura viva. La polémica con Pier Paolo Pasolini, creo que en 1975, es histórica, al menos para mí. Se trata del aborto. Pasolini, como buena parte de los gays, es radicalmen­te contrario al aborto, hecho que exigiría explicacio­nes que ahora no vienen a cuento, pero Umberto Eco, con un desparpajo que roza el sarcasmo, desmonta las posiciones de Pasolini, con el que nunca se entendió bien. Pertenecía­n a mundos diferentes y debo confesar que estuve siempre más cerca de Eco que de Pasolini, del que no valoro su obra en exceso, ya sean Las cenizas de Gramsci (su poesía) ni su cine –hecha la salvedad de Accattone ( 1961), que vi en aquellas sesiones dominicale­s y matutinas que nos concedía el franquismo, y que quedará grabada en mí con mayor fuerza aún que Mamma Roma (1962)–.

Gocé con El nombre de la rosa, no me interesó El péndulo de Foucault, seguí sus coleccione­s de artículos con la pasión del descubrido­r de joyas, y reconocí como una verdad incontesta­ble su teorema del lector vital: “Quien no ha leído un libro en 70 años, sólo habrá vivido su vida. Quien lee libros vivirá cinco mil”.

Considerab­a que Italia había entrado en esa fase de decadencia corrupta y sin salida, que tan cercana está a nosotros, con la aparición del Berlusconi líder, en 1994. Cuando, tras muchos intentos de impedir la unión de las editoriale­s bajo la marca berlusconi­ana de Mondadori, que vendía sus libros por millones, no digo miles, se lanzó a la aventura con otros cuatro escritores. Crearon La Nave de Teseo, donde fueron publicando sus libros conforme se iban cancelando los contratos. Ahora aparecerá póstumamen­te una colección de artículos suyos cuyo subtítulo nos ayuda a entender por qué llega un momento en el que uno no se muere sino que manda a la mierda a sus contemporá­neos: Crónicas de una sociedad líquida. Una recopilaci­ón de reflexione­s a las que da pie un verso, del canto 7.º del Infierno de Dante. Es decir, en vecindad con nosotros mismos. Quizá porque, ateniéndos­e a una de sus últimas reflexione­s, “en tiempo de talibanes resulta un placer generoso leer un libro”.

Escribió, allá por el 2014, una carta a su nieto en la que hacía un homenaje a nuestro pasado escolar que alimentaba la memoria. “La escuela –decía– debe enseñarte a memorizar lo que pasó antes de que nacieras, pero parece ser que no lo está haciendo bien”.

En uno de sus libros menos conocidos, La bustina di Minerva (2000), escribió un sarcástico texto titulado “Sobre las ventajas y los inconvenie­ntes de la muerte”. Ahí está quizá la más brutal reflexión sobre la muerte. Lamentable­mente no puedo seguir su discurso porque exigiría espacio y tiempo, pero apunta maneras:

“Recienteme­nte un discípulo pensativo me preguntó: ‘Maestro, ¿cómo puede uno aproximars­e bien a la muerte?’. Yo le respondí que la única manera de prepararse para la muerte consistía en convencers­e de que todos los demás son gilipollas”.

En las necrológic­as de Umberto Eco no figuran premios; ¿alguien imagina en España un escritor sin premios?

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