Dos líneas de irrisión
Joan Pera es la fruta más madura del teatro catalán. No lo dice la crítica, lo dicen las definiciones de los crucigramas de La Vanguardia, que también crean opinión entre los espectadores. Ahora Pera representa un Molière en el teatro Goya de Barcelona. No El enfermo imaginario, como buen doblador de Woody Allen que es, sino L’avar. La versión de Sergi Belbel que dirigi magistralmente Josep Maria Mestres fluye contemporánea entre una sobria escenografía de época. La obra es de una eficacia cómica contrastada por diversas generaciones. Los golpes de humor con que fustiga al público tienen dos orígenes, en lo que podríamos denominar dos líneas de investigación irrisoria. La más general proviene de la diferencia de edad entre un pretendiente maduro que aspira a casarse con una chica que podría ser hija suya. La otra, de la obsesiva tacañería del protagonista que da nombre a la obra. La primera línea de irrisión explora y explota el engaño que comporta el juego de la seducción. En esta modalidad, la oscilación interesada entre el patrimonio y el físico. Pera sobresale ridiculizando la coquetería del anciano acaudalado, y también extremando la obsesión crematística del propietario desconfiado, incapaz de olvidar que le pueden robar. Las dos líneas de irrisión son actuales. No resulta complicado asociar la imagen del avaro a muchos de los poderosos de edad berlusconiana que descansan el culo en los consejos de administración y que sólo lo pierden buscando esposas más jóvenes.
Curiosamente, las dos líneas de investigación cómica que Molière exploró en L’avar provocan sus efectos en franjas de público distintas. Hagan la prueba. Vayan a ver la función con una cierta voluntad experimental y escuchen con atención las carcajadas que jalonan los momentos más cómicos. Yo lo hice y me pareció claro que las dos líneas de irrisión contactaban con sectores distintos del público. Los equívocos de las cuestiones de amor hacían reír a una gente y los de la tacañería a otra. Eran carcajadas de textura distinta. No reían igual (jajá jojó contra jejé jijí) ni reían los mismos. Las conexión de la plata con la platea provocaba risotadas más individualizadas. Como la del señor encorbatado que tenía delante, sentado junto a su mujer con cara de mártir. Al principio me pareció el protagonista de aquel insufrible anuncio radiofónico de Bankia: un hombre va al teatro castigado por su mujer a ver una obra en griego y añade: “Obviamente, en griego antiguo”, como si una función en griego moderno hubiese cambiado algo. Pues las bromas de tacaños ¡las reía todas el tío! Las carcajadas de la otra línea de irrisión eran más generales. Algo similar sucede con los grandísimos Les Luthiers, que nos visitan pronto, el 20 de marzo. Una parte importante del público reacciona con su humor de situación o con los episodios de slapstick. De vez en cuando, alguno de sus chistes de psicoanalista argentino provoca una risotada aislada en el patio de butacas, que suele preceder un pequeño coro de adhesiones. El humor es un misterio tan grande como el amor.
No resulta complicado asociar la imagen del avaro a muchos de los actuales poderosos en edad berlusconiana