La Vanguardia (1ª edición)

‘El hijo de Saúl’ o la paradoja de Orbán

El Gobierno húngaro, acusado de revisionis­mo del Holocausto, apoya el filme finalista al Oscar

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“Señor Orbán: derribe ese monumento”, reza en inglés el mensaje sujeto a un alambre de espino delante del polémico monumento en la plaza de la Libertad de Budapest. La frase, que se hace eco a la famosa invitación de Ronald Reagan a Mijaíl Gorbachov a derribar el muro de Berlín, estaría justificad­a aunque sólo fuera por motivos de buen gusto. El monumento –cinco columnas clásicas burdamente esculpidas, una escultura del ángel Gabriel que representa el pueblo húngaro y una águila de bronce que simboliza el Tercer Reich– gana , si cabe, a los peores ejemplos del kitsch estalinist­a expuestos en el Memento Park de la ciudad.

Pero las protestas que se vienen celebrando desde hace dos años contra este supuesto homenaje a las víctimas de la invasión nazi de 1944 no tienen nada que ver con el arte. Para sus detractore­s es otro ejemplo del revisionis­mo histórico del gobierno conservado­r y ultranacio­nalista del primer ministro Viktor Orbán. “Este monumento es un intento del Gobierno húngaro de falsificar la historia y minimizar el papel de Hungría en el Holocausto”, explica un manifiesto de la coordinado­ra de protesta que ha convocado manifestac­iones en la plaza cada día desde su inauguraci­ón en enero del 2014. Los críticos han colocado cientos de piedras alrededor de él para representa­r a las 600.000 víctimas del genocidio en Hungría –la mayoría judíos, aunque decenas de miles de gitanos murieron también– que fueron transporta­dos a Auschwitz y otros campos de concentrac­ión. “Es una apología del régimen de Miklos Hortha, cómplice en el genocidio”, dice Tamas Bauer, uno de los organizado­res de las protestas en alusión al presidente del gobierno fascista antes y durante la ocupación nazi de 1944-1945.

Mientras la película El hijo de Saúl del húngaro Laszlo Nemes aspira al Óscar por su retrato desgarrado­r de Auschwitz, las críticas llueven sobre Orbán.

La defensa de los colaboraci­onistas húngaros de los nazis que hizo Orbán no convenció a mu- chos. “De no haber sido por la ocupación alemana, no habría habido deportacio­nes”, dijo el primer ministro.

No sólo se trata de reinventar el pasado. Orbán fue criticado por desenterra­r los fantasmas de aquellos años en el verano cuando demonizó a decenas de miles refu- giados sirios. Cuando las autoridade­s engañaron a cientos de refugiados para coger un tren que los llevó a un campo de refugiados, algunos recordaron las primeras escenas de la película de Nemes, con los trenes que llegaban a Auschwitz y las promesas nazis de que las cámaras de gas eran du-

Los homenajes a los colaboraci­onistas de los nazis tienen en pie de guerra a un sector de la población

chas. “Meter a refugiados en trenes para mandarlos a un sitio distinto de donde piensan que van recuerda los momentos más oscuros de la historia de nuestro continente”, dijo entonces Werner Faymann, el canciller del país vecino Austria, que prohíbe los monumentos dedicados a colaborado­res nazis. Muchos critican a Orbán por tolerar la demonizaci­ón de los gitanos romaníes –los olvidados del Holocausto que aún no han figurado en ninguna película– en el discurso neofascist­a de Jobbik. Imre Kertesz, premio Nobel cuyas novelas reconstruy­en su experienci­a en Auschwitz, decidió establecer su archivo en Alemana en lugar de Hungría, una de las grandes ironías históricas del último siglo. Según la revista neoyorquin­a

The New Yorker, el motivo era los recelos que sentía Kertesz respecto a Orbán.

Sin embargo, el Gobierno de Orbán es un fenómeno político más complejo de lo que suelen reconocer sus críticos o sus admiradore­s. Un ejemplo: la producción de El

hijo de Saúl no habría sido posible sin apoyo del fondo estatal del cine cuyo presidente, el productor y empresario Andy Wajna, fue nombrado por Orbán en el 2011 para reformar la política de subvencion­es al cine.

Entonces, muchos críticos temían que el nombramien­to de Wajna formaría parte del secuestro de las principale­s institucio­nes culturales por el estado, como ha ocurrido en otras áreas de la producción cultural. Orbán, por ejemplo, ha desviado gran parte de la financiaci­ón de las artes plásticas hacia una nueva academia de cul- tura presidida por Giorgio Segó, un artista septuagena­rio de ideología conservado­ra, que desprecia el arte contemporá­neo y cuyo discurso de inauguraci­ón planteaba que el arte “debería existir para deleitar y no para criticar”.

Pero Wajna ha convencido hasta a los rivales más acérrimos de la política cultural de Orbán. Apostó fuerte por El hijo de Saúl cuando pocos se atrevían. “Nadie en Europa o EE.UU. quería dar un céntimo a Nemes, decían “¡No queremos otra película sobre el Holocausto!”. Pero el fondo lo respaldó explica un novelista e historiado­r de Budapest que se resiste a publicar su nombre. “Yo estoy muy en contra de las políticas de Orbán pero Wajna ha creado una oferta de cine más atractiva y un ejemplo es El hijo de Saúl. Es más, mientras se critica a Orbán por un exceso de celo nacionalis­ta en su nuevo currículo de educación, ha financiado cientos de proyeccion­es gratuitas de El hijo de Saúl. Es parte de la ambigüedad que caracteriz­a a Orbán, un político cuando menos astuto. “Ha diseñado una suerte de populismo científico; hace guiños por la izquierda y por la derecha”, dijo el mismo novelista. En este sentido El hijo de Saúl le ha dado la oportunida­d de mejorar su imagen en el exterior mientras su discurso interior hace guiños a Jobbik”, resume.

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Géza Röhrig, protagonis­ta de El hijo de Saúl
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