La Vanguardia (1ª edición)

Sabios, libros, birretes

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Umberto Eco, del que un amigo suyo español ha escrito tras su muerte que no sabía comer –maldad que nunca perdonaría un italiano vivo– se ha despedido de la vida terrenal y de sus biblioteca­s en el año dedicado a su admirado Ramon Llull. Todos los que acudieron a escuchar una conferenci­a que Eco dio en Roma sobre el sabio y beato mallorquín siguen recordando que, cinco o seis minutos después de que comenzara la misma, entró en la sala, lentamente, como un buen actor, el singular jesuita Miquel Batllori, quien, además de ocuparse de los Borja, también se ocupó de Llull. Al ver entrar a Batllori, el semiólogo Eco interrumpi­ó su discurso y dijo algo así como que le daba vergüenza proseguir estando en la sala alguien que sabía más que él acerca del sabio mallorquín. Aquella tarde triunfó, pues, Umberto Eco. Pero Batllori, aficionado a la caza menor, logró también su ración de protagonis­mo intelectua­l.

A los verdaderos sabios, que son todos heterodoxo­s, se les descubre la sabiduría y la heterodoxi­a en algunos momentos académicos, es decir, ortodoxos. Por ejemplo, cuando son nombrados doctores honoris causa por alguna universida­d o cuando ingresan en una academia como miembros numerarios de la misma. Lo que quiero decir es que los verdaderos sabios no suelen recurrir a los despistes, al color de los calcetines o a las melenas más o menos despeinada­s. El birrete, la manera de llevar el birrete, les delata. Todo esto que digo se ponía de manifiesto en Umberto Eco y se sigue pudiendo comprobar en Josep-Ignasi Saran- yana, teólogo y filósofo, que es tan sabio o quizá más que el italiano. Porque yo creo que de fútbol e incluso de baloncesto, pero también de música y otras materias, Saranyana sabe más.

Si saco aquí la muceta, el birrete, las puñetas y los guantes blancos es porque yo, a Eco, nunca lo recordaba hablando con el monje Jorge de Burgos ni con Superman sino, así es el cerebro, vestido con esas prendas académicas ya mencionada­s. Y también porque hace unas semanas, en Barcelona, Saranyana, que, como Eco, es miembro de muchas academias, ingresó en la Reial Acadèmia de Doctors hablando de “Filosofía y teología en la novela Incerta glòria de Joan Sales”. Aquella tarde asistí a la ceremonia sentado junto al siempre agudo Ramon Espasa. También se encontraba allí el editor Ignasi Moreta, quien, en un momento determinad­o, puso cara de un cierto espanto. Y me explico. Cuando la solemne procesión académica hizo su entrada en la sala de actos, un cuarteto o quinteto de cuerda comenzó a interpreta­r la alegre, satírica y nada académica canción America, que Leonard Bernstein compuso para el musical West side story. Luego sonó la Jazz suite n.º 2 de Shostakóvi­ch, el Imagine de Lennon y Petrushka de Stravinsky. Pero el impacto lo logró la canción America, parte de cuya letra, la que dice “Me gusta estar en América”, en Es- paña se tradujo como “Yo tengo un tío en América”. Y quizá eso explique la visible agitación metafísica que provocó en algunos birretes. Sobre todo en el del cardenal Lluís Martínez Sistach, que yo creo que estuvo a punto de sufrir un infarto. No me refiero a él sino a su birrete. Porque a los birretes les complace más el gregoriano que Bernstein.

Eco se ha ido de este mundo y de sus biblioteca­s elogiando al libro. Y Saranyana me ha dicho alguna vez que los libros tienen su propia vida y toman derroteros que asombraría­n a sus autores si éstos, suponiendo que ya han muerto, resucitara­n. Siempre imaginé a Eco y Saranyana hablando, por ejemplo, del abad Gioacchino da Fiore y del obispo Petri Lombardi. El libro, ay, el libro. Ahora estoy leyendo El novelino, colección de cuentos redactados en dialecto toscano a finales del siglo XIII y que han sido traducidos y editados por Isabel de Riquer. Uno de esos cuentos habla de un pobre que se acercó con un pan en la mano a la olla de un cocinero. El pobre puso el pan sobre la olla y el vapor que de la misma salía lo reblandeci­ó y lo hizo más apetecible. El cocinero exigió al pobre que le pagara. Pero como el pobre se había limitado a reblandece­r el pan no quiso pagar. Finalmente, el asunto llegó hasta el sultán y sus consejeros concluyero­n que, si aquel hombre sólo se había beneficiad­o de un poco de vapor, nada, pues, sólido, lo justo no era que pagase al cocinero con unas monedas sino con el ruido que las mismas harían al ser arrojadas al suelo. Y así se hizo.

Acaba de publicarse un libro de John Agard que se titula Libro. Y en ese libro, el libro cuenta su historia.

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CÉSAR RANGEL De izquierda a derecha, Josep-Ignasi Saranyana y Emili y Joaquim Gironella

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