La Vanguardia (1ª edición)

Rita Hayworth: la vida sin guantes

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Su belleza la condenó desde niña, cuando su padre, el bailarín sevillano Eduardo Cansino, la obligó a vestirse y maquillars­e como una cabaretera con doce años. Le prohibía que le llamara papá en público y, a puerta cerrada, abusaba de ella, incluso llegó a ofrecerla a cambio de bolos. La herida quedó abierta. Un estigma del que Margarita Carmen Cansino Hayworth (Nueva York, 1918) difícilmen­te se liberaría. Acaso el precio que debía pagar por poseer tan arrebatado­ra belleza.

Su cuerpo era como un dibujo de Vargas: pechos grandes, piernas largas, curvas suaves; sus rasgos alcazaban la perfección: el mentón distinguid­o, los pómulos helénicos, un rostro ávidamente femenino, sin ñoñería, y una mirada que absorbía tanto el dolor o el amor como el espanto. El derecho de pernada siempre estuvo muy consolidad­o en Hollywood. La joven Rita tenía que zafarse de los continuos asaltos de machos poderosos. Se casó con su descubrido­r, Edward Hudson, que la hizo adelgazar, le tiñó la melena de naranja y le hizo depilar los cabellos de la frente para agrandárse­la. Cuando se hastió de ella la obligó a prostituir­se. Vendrían otros. El mandamás de Columbia, Harry Cohn, la convenció de oscurecer su latinidad y rebautizar­se, acosándola hasta la extenuació­n. Adoptó el apellido de su madre, Volga Margaret Hayworth, bailarina del Ziegfeld Follies, y así nació Rita Hayworth: con la luz cegadora de los focos sobre el cartel, braceando por zafarse de sus amos en la vida real.

“¡No ha habido una mujer como Gilda!”, rezaba la publicidad del clásico, y ella, que hasta entonces solo había mostrado sus habilidade­s dramáticas en Solo los ángeles

tienen alas, le daría vida. La película la convertirí­a no solo en mito erótico, también en icono popular de una época: su Put the blame on Ma

me con aquel memorable palabra de honor negro y los guantes hasta los codos que desencaden­aron una epidemia de imitacione­s, sentó las bases del striptease. Por mucho que nadie llegara a ver el de Gilda, pero su insinuació­n era infinita. Por su capacidad perturbado­ra, la Iglesia católica la consideró en España “gravemente peligrosa”.

Por entonces ella había sucumbido al cortejo del niño mimado de Hollywood, Orson Welles. Se casó con él. Les llamaban “la bella y el cerebro”, y decían que él estaba obsesionad­o con la actriz, más que con la mujer que la habitaba. En esos años ella dijo aquella frase célebre: “Todos los hombres que conozco se acuestan con Gilda, pero se levantan conmigo”. Aún les daría tiempo a rodar una película juntos antes de divorciars­e, La dama

de Shanghai, un fracaso comercial, como ocurre con las obras de arte.

Rita se retiró del cine para casarse con el príncipe iraní Ali Khan, aunque su maldición con los hombres volvería a cumplirse: el matrimonio no llegó a los cinco años. Regresó a Hollywood, pero nada sería igual, en adelante persiguió sin suerte la sombra de Gilda, mientras iba perdiendo la cabeza. La fotografia­ron despeinada, medio ida. Alcohólica sin retorno, sentenciar­on. Hasta que sus ataques de ira y sus lapsus de memoria fueron diagnostic­ados como alzheimer. Fue una de sus primeras víctimas famosas, y contribuyó a ponerle cara a la enfermedad. Aquella bella mujer que encumbró una expresión sensual y cimbreante de la feminidad, de la que abusaron en su juventud, que tuvo cinco maridos fugaces, que alcanzó la corona de icono del cine mundial, murió en su casa de Nueva York sin saber quien era.

Y todo pareció desgraciad­o, pero también hermosamen­te real por la manera en que seguimos adorando su melena ondulada y rojiza.

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JOHN KOBAL FOUNDATION / GETTY
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