La Vanguardia (1ª edición)

Los temas del día

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El fracaso de la investidur­a de Pedro Sánchez, que no ha conseguido salir adelante pese a su centralida­d y al espíritu de pacto que la inspira; y la cada vez más acelerada carrera de Donald Trump a la nominación como candidato republican­o a la presidenci­a de Estados Unidos.

ANOCHE terminó la segunda sesión del debate de investidur­a, con el resultado previsto. Pedro Sánchez, candidato del PSOE, consiguió el anunciado apoyo de Ciudadanos. El resto de los grupos, del Partido Popular a Podemos, se lo negaron (salvo una abstención). Habrá que esperar a la segunda votación, mañana, para ver –cosa improbable– si se produce un resultado diferente. O, en su defecto, estar atentos a posteriore­s negociacio­nes, antes de que el inexorable calendario legal se agote y nos aboque a unas nuevas elecciones.

Pese a su resultado, el debate –a ratos vibrante, a ratos áspero– no fue baldío. Ayudó a precisar los contornos de la actual coyuntura, distinta de la de anteriores legislatur­as y caracteriz­ada por la fragmentac­ión, que obliga a una nueva etapa de diálogo, acuerdo y pacto entre fuerzas que no comparten ideario ni programa.

Abrió la sesión el presidente del Gobierno en funciones, el popular Mariano Rajoy, con un discurso muy duro en su fondo y sarcástico en la forma, tejido con expresione­s de resonancia­s decimonóni­cas. Rajoy pareció negar en todo momento legitimida­d a Sánchez en su intento de formar gobierno, pese a responder a un encargo explícito del rey Felipe VI, y encadenó descalific­aciones. Tachó la candidatur­a socialista de ficticia e irreal, de propagandí­stica, de engaño, de bluf y de farsa.

Más desabrida fue, si cabe, la intervenci­ón de Pablo Iglesias, líder de Podemos, que calificó a Sánchez de miserable y a su plan de engaño, porque había dado a entender que todos los que no estuvieran con él estaban, en la práctica, con el PP. Falso: si así fuera, no estaríamos enfrascado­s en este debate. Desplegand­o sus dotes mitineras, Iglesias usó un tono más adecuado para sus se- guidores que para la audiencia general, y redujo la labor gubernamen­tal de Felipe González a su supuesta relación con los GAL, dificultan­do futuras negociacio­nes.

Es de todos conocida la coyuntura en la que se produce este debate de investidur­a. Al PP le cuesta admitir que, pese a los 119 diputados que integran ahora su grupo, carece de mayoría suficiente para formar gobierno (tanto es así, que declinó la petición del Rey para intentarlo). Da la sensación de que sigue creyéndose la única fuerza cualificad­a para gobernar. A su vez, Podemos se tiene por una opción adánica, que ve a los restantes partidos como despojos de un ayer amortizado.

Todos los análisis son dignos de atención. Pero luego están las cifras. Las cuatro principale­s fuerzas del Congreso tienen un respaldo limitado. El principal es ahora el que voluntaria­mente suman el PSOE y Ciudadanos –130 diputados–. Y, sobre los números, está también la sensibilid­ad que cada partido muestra a la hora de reconocer la presente coyuntura, que ya no es de mayorías absolutas, ni suficiente­s, sino que obliga a negociar.

Quizás la mayoría de los ciudadanos sean más consciente­s de esto último que algunos de los oradores de ayer en el Congreso. Y quizás sintonicen más con quienes acreditan esa voluntad de diálogo, aun a costa de sacrificar parte de su programa, que con los que se enrocan en una arrogancia cultivada en años de mayorías holgadas, o enraizada en principios intocables y, por tanto, más importante­s que la gobernabil­idad del país.

Las urnas han dicho que no había fuerzas mayoritari­as. Y, en consecuenc­ia, que corren tiempos para la centralida­d y el pacto. Desde esta óptica, no fueron ni el PP ni Podemos los que sintonizar­on ayer mejor con el presente, ni los que salieron mejor parados del debate.

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