Fin de la primera parte
José Antonio Zarzalejos se refiere al papel del Rey en la presente tesitura política: “El fracaso del PSOE y Ciudadanos en la investidura de Sánchez enciende una nueva discusión sobre lo que debería o no hacer ahora el jefe del Estado. De acuerdo con la opinión prácticamente unánime de los juristas que se han pronunciado al respecto, la condición de candidato a la investidura del líder socialista ha caducado”.
La semana política e institucional ha tenido un protagonista silente y discreto: el Rey. Hay que retrotraerse a etapas muy pretéritas para localizar un tiempo en el que el jefe del Estado haya proyectado con tanta intensidad la sombra de la Corona sobre la política y la sociedad españolas. En el fallido debate de investidura del secretario general del PSOE, Felipe VI, de una manera (para Rajoy, por declinar la oferta del Monarca) o de otra (para Sánchez, por aceptarla), ha constituido un argumento de autoridad. Y ha quedado meridianamente claro que el jefe del Estado cumplió con exacta corrección el mandato constitucional al dar prioridad al presidente del PP en la investidura –rechazada por el interesado– pasando el turno, luego, al socialista, que le manifestó su intención de intentar formar gobierno. Precisamente, el modo de relación de los líderes parlamentarios con el Rey y con su manejo de la facultad de nominación a la candidatura de la presidencia del Gobierno resultaron motivos de controversia en el Congreso. Porque mientras Rajoy atribuyó a Sánchez haber “mentido” a Felipe VI, Sánchez imputó al presidente en funciones “irresponsabilidad” al no haber atendido el ofrecimiento del jefe del Estado. Nadie discutió sin embargo –aunque algunos populares sí lo llegasen a hacer en privado– la propiedad con la que ha actuado el rey Felipe VI.
El fracaso del PSOE y Ciudadanos en la investidura de Sánchez enciende una nueva discusión sobre lo que debería o no hacer ahora el jefe del Estado. De acuerdo con la opinión prácticamente unánime de los juristas que se han pronunciado al respecto, la condición de candidato a la investidura del líder socialista ha caducado y se renovaría en favor del mismo Sánchez, de Rajoy o de otro dirigente, si acredita el aspirante que dispone de los apoyos parlamentarios para lograr la investidura. En tanto en cuanto esta hipótesis no se haga realidad, el Rey ha agotado su papel constitucional con la propuesta que realizó en la persona del líder socialista, todo ello sin perjuicio de la convocatoria de “sucesivas” rondas de consultas (artículo 99.4 de la Constitución) que desemboquen en una nueva propuesta real fundamentada en un acuerdo constatable. Que podría producirse, o no, antes del 2 de mayo, cuando termina el plazo de los dos meses y se desencadena el mecanismo de convocatoria de nuevas elecciones generales que se celebrarían el 26 de junio.
Pese a que en los mentideros de la Villa y Corte se ha especulado con la posibilidad de que el Rey, en desarro- llo de su función constitucional de moderación y arbitraje institucional, mediase en el profundo desencuentro de los distintos grupos parlamentarios, lo cierto es que ha prevalecido la prudencia que no siempre –eran otros tiempos– arraigaba con suficiencia en la Zarzuela. La exquisita neutralidad del Rey le ha llevado hasta retirarse del escaparate público para que sus presencias no pudieran ser motivo de interesadas interpretaciones. Don Felipe ha suspendido sus viajes a Arabia Saudí y al Reino Unido de la Gran Bretaña –ambos de gran envergadura política y poco indicados con un Gobierno en funciones– y sólo se ha dejado ver en Barcelona con motivo del Mobile World Congress y en actos de carácter cultural, o sociales, sin significación política o institucional. Este es un Rey discreto y lo ha demostrado con mucho tino en un episodio crítico de la política española que le ha asaltado, además, precozmente, en su segundo año de reinado.
Un tiempo, también, durante el que Felipe VI ha tenido que soportar un estrés adicional: la declaración en la Audiencia Provincial de Palma de su cuñado –Iñaki Urdangarin– y de su hermana la infanta Cristina. La monarquía parlamentaria española difícilmente hubiera podido aguantar las declaraciones en el juicio oral de ambos imputados si su titular hubiese seguido siendo Don Juan Carlos de Borbón y Borbón. El rey emérito entendió que su abdicación en junio del 2014 era obligada para salvar la Corona de la crisis institucional provocada, entre otros comportamientos inadecuados, por las conductas que la justicia penal atribuye a su yerno y a su hija menor. Felipe VI supo desde su proclamación que debía salvar dos fielatos: el de una recomposición del espectro de fuerzas políticas que dificultarían su función constitucional y el del proceso a su cuñado y a su hermana que erosionaba la reputación de la institución.
Ambos desafíos los ha afrontado el Rey del modo más adecuado: en la discreción y, seguramente, desde el convencimiento de que reintegrar el depósito de confianza y adhesión populares que precisa la Corona, luego de haberlo tenido repleto, requiere tiempo, esfuerzo y una ejemplaridad que debe practicarse, no como un esfuerzo extraordinario, sino como un ejercicio permanente de normalidad institucional y personal.
El Rey ha tenido que afrontar a la vez el proceso político y la declaración de su hermana