Olvido sin perdón
Antoni Puigverd describe la trayectoria política de Arnaldo Otegi: “Su actitud moral equivale a la de los próceres franquistas que, en la transición, avalaron el cambio de la dictadura a la democracia. Ellos tampoco pidieron perdón (...) Nuestra democracia no se construyó sobre la reconciliación, sino sobre el olvido”.
El 12 de julio de 1997 fue muy caluroso. Isabel Llauger, columnista de El Punt-Avui, lo recuerda al evocar la playa de Sant Antoni de Calonge en la que se bañaban sus hijos. Aquel día, el comando Donosti mató de un tiro en la nuca a un vasco de 29 años, concejal popular, hijo de gallegos. Miguel Ángel Blanco. Tres días antes, lo habían secuestrado. Fue un asesinato frío como todos los de ETA, con el suplemento de crueldad de esos tres días de angustia. Suponía ETA que, haciendo público su poder de decisión sobre la vida del joven Blanco, aumentaría su capacidad intimidatoria. Y, ciertamente, el relato televisivo del secuestro y la muerte del joven causaron un impacto emocional enorme, pero no en el sentido de reforzar el potencial atemorizador de ETA. Al contrario: la corriente de indignación que suscitó el asesinato derrumbó los últimos muros de protección que todavía le quedaban al terrorismo vasco. Nos congregamos todos en las manifestaciones de duelo por Blanco. Derechas, izquierdas, españolistas, catalanistas. Todos estábamos horrorizados por la impiedad etarra. Todos menos los abertzales. Arnaldo Otegi era ya diputado. Meses después accedería al liderazgo de Batasuna. Ni pidió clemencia a los jerarcas etarras ni condenó el asesinato.
Por supuesto, no pidió perdón (en la España eterna nadie pide perdón). Así comenzó el declive de ETA. Un declive que duró unos diez años y dejó un rastro de sangre que no ha servido para nada. Las cárceles están llenas de etarras. Los recuerdos de muerte pueblan las calles vascas y de otros muchos puntos de España (la Meridiana de Barcelona, por ejemplo). ETA fue derrotada. Gracias al clima que suscitó el asesinato de Blanco, Aznar pudo asfixiar el entorno político de ETA. Derrotarla poli- cialmente fue a partir de entonces más fácil; y Rubalcaba diez años más tarde culminó el trabajo. Vencida, ETA sólo espera ahora un pretexto para desarmarse y procurar una salida para sus presos, que no será fácil.
Por otro lado, en el País Vasco la efervescencia política es más atemperada que en Catalunya. Daniel Innerarity, generalmente tan lúcido, hacía el otro día en La Contra de nuestro diario una afirmación superficial: que el catalanismo debería imitar el nacionalismo vasco. No tuvo en cuenta dos factores esenciales, Innerarity. En el País Vasco, el euskera es un símbolo, más que un instrumento de comunicación, y puesto que su normalización es más retórica que factual, no despierta las reacciones en contra que ha despertado el proceso de normalización del catalán. En segundo lugar, el País Vasco cuenta con un concierto económico que, de facto, significa que el Estado que pagamos valencianos, mallorqui- nes, madrileños y catalanes, hace una aportación positiva a Euskadi. La zona más rica de España recibe de postre una bella propina. Con la lengua y el dinero resueltos, el independentismo catalán existiría, sí, pero no habría alcanzado tal altura.
Esto me lleva de nuevo a Otegi. Sale de la cárcel de Logroño como un mártir. No era necesario, es cierto, que el Estado se conjurara para encerrarlo: la radicalidad con que se le persiguió judicialmente buscaba el castigo, la venganza. Y es que, cuando Otegi fue encarcelado, ya era un defensor del desarme de ETA. Había sido líder del entorno etarra, pero se daba cuenta de la derrota de ETA y trabajaba para evitar su humillación final. Muchos ahora, sobre todo en Catalunya, lo presentan como un campeón de la paz. Pero el hecho es que el día del asesinato de Miguel Ángel Blanco calló. Hasta que no atisbó la victoria del Estado, Otegi no dio el paso. No es un pacifista. Simplemente: fue el más inteligente de entre los suyos. El primero que se apercibió de que ETA, vencida, se convertía en un peso muerto para los abertzales. Otegi es un pragmático entre una legión de fanáticos.
Su actitud moral equivale a la de los próceres franquistas que, en la transición, avalaron el cambio de la dictadura a la democracia. Ellos tampoco pidieron perdón. Ellos también mutaron por pragmatismo. A finales de los setenta, en el País Vasco, como en el resto de España, las víctimas del franquismo (millones de familias) tuvieron que aceptar la mutación democrática de sus torturadores y de tantos altos cargos del dictador. Tampoco entonces, en la transición, los franquistas pidieron perdón (y tampoco lo pidieron las izquierdas por las barbaridades de 1936). Nuestra democracia no se construyó sobre la reconciliación, sino sobre el olvido.
Los 40 años de prórroga de sangre que ETA impuso después de la dictadura fueron la continuación del espíritu vengativo español. Está bien que Otegi trabaje para pacificar Euskadi, pero no usemos el nombre de Mandela en vano. Espriu, en la lengua perseguida, proponía en pleno franquismo “una limosna mutua de perdón y tolerancia”. Este regalo no lo ha ofrecido nadie todavía. ¿Quién será el primero que, atreviéndose a desafiar a los suyos, regalará concordia a los adversarios? Si en España la dulce semilla del perdón no fructifica es porque nadie se atreve a plantarla.
Los 40 años de prórroga de sangre que ETA impuso fueron la continuación del espíritu vengativo español