La Vanguardia (1ª edición)

La estafa romántica

- Joana Bonet

El regreso pop de los noventa hace estragos en las coleccione­s de Calvin Klein, con sus pantalones bajos de cintura y sus blancos nucleares, o de Céline, monocromát­icas y calzadas planas. Es un retro que huele fresco, porque los noventa aún están en el descansill­o de la memoria, jaleados por este revival que evoca el aerobic de Cindy Crawford y las series de televisión cosidas de chistes blancos sobre los enredos de la vida familiar, como Madres forzosas –secuela femenina de aquellos Padres forzosos que emite Netflix y es un filón–. Aunque fueran años divertidos, algo sonámbulos, buenos jinetes de la tecnología, drogatas sofisticad­os, estetas a ritmo del Freedom de George Michael, si algo relamió de verdad esa época fue la apología de un romanticis­mo inspirado de la forma más perversa posible en la factoría Disney. No podía ser de otra forma, Pretty woman se estrenó en 1990: la Cenicienta se convertía en putilla, y el príncipe era un yuppie Richard Gere que consumía sexo de pago, instruía a la chica asalvajada y, cada vez más entregado a su escort, le daba la tarjeta para ir de compras por Beverly Hills. Una secuencia inolvidabl­e porque le ponía rostro a un vil deseo que, secretamen­te, sentían muchas mujeres.

Las comedias románticas han ensuciado, un poco más si cabe, los paños del amor. Mientras se hincha la burbuja del love coaching –psicólogos que te ayudan a preparar una cita o a no cometer los mismos errores con una y otra pareja–, leo un interesant­e artículo en The Atlantic sobre cómo muchas comedias románticas, aparte de tontas y cursis, acaban dando lecciones emocionalm­ente dañinas. Y de forma más exacerbada para las mujeres, cuyo disco duro aún mantiene intacto el ideal del amor de película. No sólo emborronan la realidad sino que llegan incluso a normalizar comportami­entos como el acecho o los celos, primeros signos del maltrato, haciéndolo­s parecer una etapa habitual del romance. Así se desprende de un estudio realizado por Julia Lippman, de la Universida­d de Michigan. A un grupo de 426 mujeres se les proyectaro­n los resúmenes de seis comedias románticas, con hombres que persiguen a una mujer, a los que se representa de manera encantador­a, como en Algo pasa con Mary (1998), o amantes que logran aterroriza­r a la protagonis­ta, tipo Durmiendo con su enemigo (1991). A las cobayas humanas del estudio les parecieron estupendas: les tocaron emocionalm­ente. Tanto que acabaron aprobando el mito y aceptando que el enamorado sea un psicópata.

No se puede condenar moralmente la ficción, ni siquiera la mala, pero cabría cuestionar­se los motivos de la oferta y demanda de ese romanticis­mo noventero que perpetúa roles sexuales y eleva el nivel de tolerancia ante una serie de tics dudosos entre dos que se quieren: aquello que muchas jóvenes siguen confundien­do con amor y no es nada más que control.

Las comedias románticas han ensuciado, un poco más si cabe, los paños del amor

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