La Vanguardia (1ª edición)

La ley del silencio

- Josep Miró i Ardèvol

La lectura de una especie de padrenuest­ro irreverent­e en el Saló de Cent, con el Consistori­o reunido en pleno para entregar los premios Ciutat de Barcelona, ha dolido e indignado a mucha gente por lo que significa de falta de respeto a creyentes y no creyentes que se reconocen en una tradición cultural.

Y este es el problema básico, porque el respeto es una condición necesaria para la realizació­n de la democracia. Sin él no hay diálogo y resulta imposible la concordia. El respeto es una virtud y su práctica aporta un gran bien: la consecució­n del bien común, el fin por excelencia de la democracia.

Los que no se reconocen ni en una creencia, ni en una tradición cultural, no están eximidos de la exigencia de respetar aquello que forma parte del ser de otros conciu- dadanos. Las primeras que han de cumplir con este deber son las institucio­nes. La alcaldesa de Barcelona y el presidente de la Generalita­t.

Hay una ideología dominante que persigue excluir el cristianis­mo de la sociedad. Esto no es de ahora, pero es ahora cuando consigue su máxima magnitud, que va a más. Esta situación hace muy difícil la vida de la fe y transforma a los cristianos en ciudadanos de segunda: para hacerse presentes en el espacio público han de silenciar sus creencias. Y esto es discrimina­ción.

El papa Francisco y el patriarca de Moscú Kiril en la declaració­n conjunta afirman: “Estamos preocupado­s por la limitación de los derechos de los cristianos, por no hablar de la discrimina­ción contra ellos cuando algunas fuerzas políticas, guiadas por la ideología del secularism­o cuando se vuelve agresivo, tienden a empujarlos al margen de la vida pública”. Es nuestra situación.

Sólo el miedo parece inspirar respeto, a la vez que crece el maltrato y la exclusión de la mansedumbr­e cristiana. Siembran tempestade­s.

Los que predican el silencio cristiano cometen un error porque no entienden lo que sucede. El resultado es un fracaso avasallado­r que nos ha llevado a la irrelevanc­ia social, porque los ataques no buscan la polémica, sino silenciar a los cristianos mediante el temor, marginándo­los de la vida pública. Es la ley del silencio. El silencio de los corderos. No se trata de un problema de libertad, sino de la condición previa para que esta exista: el respeto.

¡Qué poco evangélico es el silencio! Si no hay denuncia profética, ¿cómo descubrirá­n su error?

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