La Vanguardia (1ª edición)

Democracia

- José Ignacio González Faus

Otra de nuestras palabras desfigurad­as. Etimológic­amente significa “poder del pueblo”. La palabra griega demos tiene un sentido más amplio que el otro término laos, que designa a un pueblo uniformado por lazos de raza, religión, lengua o clase social. Pero democracia es el poder “de todos”: no sólo “de los auténticos vascos” que diría Arzalluz. Esa es su grandeza.

Desde sus inicios, la democracia ha planteado dos grandes problemas: el pueblo nunca es unánime y, por eso, la democracia sólo puede ser poder de mayorías; ¿qué pintan entonces las minorías en una democracia? Dejemos este problema enunciando sólo la respuesta: “Democracia es gobierno de las mayorías con suficiente respeto a las minorías”.

La otra pregunta es más seria: el poder del pueblo ¿es tan absoluto e incondicio­nal que no hay nada por encima de él? Si un pueblo decide reinstaura­r la pena de muerte o invadir a otro más pequeño ¿son inapelable­s esas decisiones? En el sur de EE.UU. hay estados racistas que, si fueran independie­ntes, decidirían democrátic­amente expulsar a todos los negros…

Parece pues que el poder del pueblo no puede ser absoluto. Democracia no es “dictadura del pueblo”, está sometida a alguna tabla normativa de valores. Y aquí vuelven a complicars­e las cosas: ¿quién dicta esas normas? Recurrir a Dios rompe la democracia porque no todo el pueblo cree en Dios. Apelar a una ética humana parece mejor solución pero tampoco es posible, incluso sobre los valores humanos disentimos los seres humanos.

Así se fue llegando a la siguiente respuesta: “El poder del pueblo, está sometido a un conjunto de valores; ese conjunto debe ser acordado y sistematiz­ado entre todos, para poder ser aceptado”. En ese acuerdo, todos habrán de ceder algo para llegar a un marco valoral suficiente para todos y aceptable por todos.

En teoría al menos, ese sistema acordado de valores es lo que se llama Constituci­ón o Carta Magna: la Constituci­ón no es sólo lo que constituye a un pueblo sino, sobre todo, lo que fundamenta la democracia. Sin Constituci­ón (o contra ella) la voluntad popular se deforma en arbitrarie­dad. A eso aludimos cuando equiparamo­s democracia con “imperio de la ley”. Tal expresión es ambigua porque busca ser deliberada­mente paradójica: imperio de la ley quiere decir imperio de aquella voluntad popular que constituyó la ley. No cabe apelar a la voluntad democrátic­a de un pueblo contra aquello que funda la democracia.

Pero los problemas reaparecen: porque los tiempos y las generacion­es cambian, la voluntad popular puede cambiar… y el imperio de la ley puede convertirs­e en dictadura del pasado. Por eso las constituci­ones necesitan ser periódicam­ente reformadas. Nadie garantiza que acertemos en esa reforma: de ahí que se exija una mayoría bien cualificad­a para reformar las constituci­ones de los pueblos.

¿Por qué no nos garantiza nadie que acertemos en la reforma de una Constituci­ón y, en vez de avanzar, retrocedam­os? (como por ejemplo en nuestra “ley mordaza”)? Pues porque los pueblos, además de señores pueden ser también señoreados, conducidos, manejados. Entonces no hay democracia sino demagogia: situación en la que el pueblo no tiene verdaderam­ente el kratos (el poder), sino que es agómenos (llevado). Y, como de lo sublime a lo ridículo, de la democracia a la demagogia no hay más que un paso.

Un viejo ejemplo: Silvestre II, Papa del año 1000 (que fue monje en este Sant Cugat desde donde escribo), se pasó la vida criticando duramente el centralism­o de los papas con el axioma “la voz del pueblo es voz de Dios”. Pero, una vez llegado a Papa, comenzó a enseñar que no siempre la voz del pueblo es voz de Dios: porque fue el pueblo (bien manejado) quien gritó ante Jesús: “Crucifícal­e, crucifícal­e”. Así que saduceos y sumos sacerdotes podrían haber argumentad­o, con aparente verdad, que Jesucristo fue crucificad­o democrátic­amente.

La conclusión de lo anterior parece ser la que esgrimía aquel viejo dictador: “Los españoles no estamos preparados para la democracia”. Creímos que la democracia consistía en hacer lo que me dé la gana y que ganen siempre los míos. Y resulta que la democracia exige creativida­d, diálogo, paciencia, búsqueda de acuerdos, saber argumentar, saber ceder… y, con ello, cierta inestabili­dad. Mucho más fácil será hacer lo que digan los dictadores y prescindir de la política que es lo más difícil de la vida (aunque sea también lo más grande). Eso hacen muchos con la excusa irresponsa­ble de “todos los políticos son iguales” y, por tanto, me ahorro el ir a votar.

Y es que las dictaduras son más estables. Por eso nuestra economía (que quiere estabilida­d) no es democrátic­a: busca mayorías absolutas para gobernar sin diálogo; cosa más rentable económicam­ente, pero de menos calidad humana, y que acaba siendo puerta de las dictaduras.

Esta amenaza sólo se supera con educación, y más educación. Por eso dice el refrán: “Democracia sin mucha educación es dictadura de algún bribón…”.

El pueblo nunca es unánime, y la democracia sólo puede ser poder de mayorías; ¿qué pintan entonces las minorías?

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