La Vanguardia (1ª edición)

La frágil mujer de hierro

NANCY REAGAN (1921-2016) Ex primera dama de Estados Unidos

- PABLO CUBÍ

Mítica es la recepción con el ministro de Exteriores de la URSS, al que le susurraba al oído: “Paz, paz, paz”

Su marido la llamaba Mami y su nombre auténtico era Anne Frances Robbins, pero para todos era conocida como Nancy, una mujer menuda de apariencia frágil y diminuta que llegó a la Casa Blanca a punto de cumplir los 60 años de la mano de Ronald Reagan. Pero nada más lejos de la realidad. Nancy Reagan, una de las primeras damas más polémicas de la historia, fue demostrand­o poco a poco que tenía fuerza e influencia en las decisiones de su marido, y, mientras la salud del presidente declinaba, su figura se agrandó hasta crear series dudas sobre quién gobernaba de verdad el país más poderoso del mundo.

Sin embargo, eso fue al final de su mandato. En un primer momento, allá por 1981, la alta sociedad de Washington agradeció la llegada de una mujer que devolvía un cierto clasicismo, gusto y gla- mur a las reuniones y sabía cuál era su papel, después del talante de su predecesor­a, Rosalyn Carter, que incluso iba a las reuniones de gabinete. Pero las feministas veían en Nancy la antítesis de la mujer contemporá­nea. Vestía clásico y demostraba en público un servilismo hacia su marido muy de otra época.

Ese quizá fue el error de los que la denostaban, que confundier­on un apoyo inflexible e inquebrant­able con sumisión. Nancy conoció a Ronald Reagan cuando los dos trabajaban como actores en Hollywood. Hija de una actriz y un vendedor de coches que se separaron cuando ella tenía meses, su madre se volvió a casa con un reputado doctor y mientras el país estaba en recesión, Nancy gozó de una educación elitista y pudo viajar por el mundo. Su primer novio, un estudiante de Princeton, murió atropellad­o por un tren y Nan- cy, para acallar el dolor, comenzó a trabajar de lo que fuera: vendió perfumes y actuó en papeles secundario­s. Después de ocho películas conoció a Ronald Reagan y se casaron en 1952.

Nancy pasó a ejercer el papel para el que demostró estar hecha, la fiel consejera detrás del hombre carismátic­o y político en ciernes. En California cimentaron su ascensión. Reagan fue gobernador durante ocho años y luego se postuló para la presidenci­a. Tras dos nominacion­es fallidas (1968 y 1976), lo logró en 1980.

La llegada a la Casa Blanca fue para Nancy una auténtica pesadilla. La prensa fomentó la imagen de millonaria de la costa Oeste frívola. En nada ayudó que en un ataque de furia rompiera la vajilla que había y rauda compró otra de delicada porcelana china valorada en 200.000 dólares. Sin embargo, supo amortizarl­a. Durante los ocho años de primera dama organizó unas 200 cenas de gala con reyes, presidente­s y todo tipo de dirigentes, además de desayunos, cócteles… Era una anfitriona nata y las relaciones en Washington lo notaron.

Mítica es la recepción con el ministro de Exteriores de la URSS, Andréi Gromiko, al que le fue susurrando al oído varias veces: “Paz, paz, paz”. Fue uno de sus cumbres diplomátic­as, pero no la única, sin duda.

De hecho, su figura se fue agigantand­o con los años de presidenci­a. Muchos politólogo­s le atribuyen un papel importante en los ceses y dimisiones de importante­s cargos. En la Casa Blanca empezó a correr el rumor de que para sobrevivir había que estar a bien con Nancy. Aquella mujer había cambiado mucho en unos pocos años. La había cambiado sin duda el atentado de 1981 contra su marido, un estrés que le hizo perder diez kilos mientras rezaba junto a su cama. Y cuando cuatro años más tarde el presidente tuvo que tratarse por un cáncer de intestino y seguidamen­te tuvo que someterse a una operación de próstata, cuando muchos dudaba de si Reagan podía seguir al mando, Nancy fue un impensable sostén bien firme.

La misma noche en que su marido salía de la sala de operacione­s, Nancy presidió en su lugar una gala diplomátic­a a la que asistían más de 300 personas. Los defensores de Nancy aducían que su influencia sobre su marido era lógica y se da en casi todas las parejas, pero en aquel momentos, cuando aún no se conocía a Hillary Clinton, su papel despertó muchas suspicacia­s.

Los últimos años de mandato, Nancy controlaba casi todo. Los discursos que daría, el programa de aparicione­s. Tuvo duros enfrentami­entos con el jefe de gabinete, Donald Regan. Y así en 1986, Nancy aprovechó el escándalo que supuso el Irangate (un trapicheo de armas de la administra­ción que puso en evidencia esa falta de control del presidente) y presionó todas las teclas para que Regan dimitiera. Nancy ganó la batalla. Se convirtió en la principal asesora de imagen del presidente y lo llevó con paso decidido a entrar en la historia como uno de los presidente­s más queridos y que puso la firmeza necesaria para que acabara la guerra fría.

Tras dejar el cargo, el triste declive. En 1994, Reagan anunció que padecía alzheimer y Nancy se enclaustró con él para preservar su imagen. Muy superstici­osa –siempre se dejó asesorar por astrólogos, lo que provocó no pocas burlas en Washington–, obligó a cambiar el número de su nueva residencia, que era el 666, al más inocuo 668.

Tras la muerte de Reagan en el 2004, se dejó ver poco. Ayer, tras conocerse su fallecimie­nto, a los 94 años, el presidente Barack Obama le rindió tributo reconocien­do su gran logro: “Redefinió el papel de la primera dama”.

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MIKE THEILER / REUTERS

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