De tragedias políticas
Pedro Sánchez habló ayer con Susanna Griso ( Espejo público, Antena 3). El lugar escogido para la charla tuvo un interés añadido al de la entrevista. Tras los cristales de la cafetería, se veía la entrada del Teleférico de Madrid, con la cabina vacía a la espera de clientes. Y era inevitable relacionar la imagen con las limitaciones teleféricas de la izquierda española. Mientras tanto, seguimos digiriendo la aportación de Gabriel Rufián, de ERC, al Congreso. Con Rufián se está produciendo un fenómeno que define bien la ley de la selva comunicativa en la que vivimos: si le criticas por su estilo dialéctico y sus recursos de oratoria, se interpreta inmediatamente que eres intolerante con las ideas que defiende y representa.
AUTOPSIA DEL PODER. Estrenada en formato maratón en Movistar+ (trece capítulos de una tacada), la cuarta temporada de House of cards mantiene los dos elementos que la identifican: inteligencia corrosiva y elegancia despiadada. La esencia argumental de la serie sigue siendo el poder entendido como gasolina corruptora de personas e ideas. Los paralelismos que sugieren las peripecias conspiradoras del matrimonio formado por Frank y Claire Underwood, unidos por un narcisismo psicopático idéntico aunque de origen distinto, debemos buscarlos más en Yo, Claudio que en El ala oeste de la Casa Blanca o en cualquiera de sus imitaciones. Igual que en otras series críticas que se alimentan de la política internacional de la Casa Blanca ( Homeland, Tyrant...), House of cards busca la empatía del espectador a través de situaciones del día a día geopolítico: secuestros, decapitaciones terroristas, filibusterismo parlamentario, acuerdos comerciales teñidos de principios y múltiples corrupciones domésticas. Pero es en la intención crítica donde la serie profundiza más, y todavía más en un momento en el que el estreno de esta temporada, explícitamente subversiva, coincide con la actualidad de la campaña electoral a la presidencia de EE.UU. Las correspondencias entre ficción y realidad propician un empate de verosimilitudes entre los Underwood y los Trump. Con respecto a temporadas anteriores, hay novedades relevantes, como la aparición de un candidato joven (y su familia) que proviene del sector de la tecnología y la imagen y que encarna todos los peligros de la industria de la información al servicio del control de los ciudadanos y del secuestro impune de la privacidad. A primera vista, el personaje practica un antagonismo demasiado primario, basado en ingredientes más próximos al estereotipo de villano satanizado, pero que a medida que pasan los capítulos actúa como el interlocutor ideal para alimentar la implacable ambición de Frank Underwood y de su esposa Claire, elevada, gracias al talento de los guionistas, a gran esfinge del mal contemporáneo. Mucho más próximo a un tratado sobre la tragedia del poder que a una serie de entretenimiento, House of cards mantiene la esencia de su planteamiento fundacional. La frase final del último capítulo tiene la contundencia conclusiva de un epitafio demoledor, que podríamos emparentar con series tan diferentes (en apariencia aunque quizá no tanto en su intención) como Mr. Robot.
El estreno de esta temporada, explícitamente subversiva, coincide con la campaña electoral de EE.UU.