Una app para identificar dioses
No se trata de un artilugio para demostrar la existencia de Dios –esas cosas dejémoslas para Ramon Llull en su año ídem– sino de una aplicación de móvil para reconocer dioses. Y no es cosa de los Cazafantasmas, sino del venerable Instituto Francés de Pondicherry (IFP), en la costa oriental india. Para los monoteístas sería un cacharro inservible, puesto que para ellos sólo hay un Dios que además es invisible. Pero el panteón hindú, tras un trayecto de tres mil años, está más abarrotado que un tren de Bombay en hora punta y desborda al más pintado. La aplicación deberá permitir al turista plantarse con confianza ante las esculturas y relieves de cualquier templo o museo indio. Y también será útil para el indio de a pie, familiarizado apenas con los ídolos de su casta y su aldea, además de una docena de iconos panindios fácilmente reconocibles: Ganesh por su cabeza de elefante, Hanuman por sus rasgos simiescos, etcétera.
El curioso proyecto de taxonomía divina sigue las pautas del programario del IFP para identificar las plantas del subcontinente. No en vano su director, Pierre Grard, es un científico con un pie en la botánica y otro en la informática. N. Murugesan, uno de los especialistas al frente, lo explica a La Vanguardia: “Hemos escogido unas 220 deidades adoradas en templos hindúes y alrededor de 200 atributos y poses característicos”. Entre los parámetros que sirven para descartar candidatos y delimitar la búsqueda, hasta dar en el clavo, figuran desde la postura de los brazos o la cabeza, hasta, en fin, el mismo número de cabezas o brazos: uno, dos, cuatro, ocho... También los objetos que sostienen, la acción que desempeñan o los animales que les sirven de montura contribuyen a determinar el porcentaje de probabilidades de que se trate de una u otra deidad.
“Será un CD-Rom, además de una aplicación, que esperamos que estén listos a final de año”, explica Murugesan. Seguro que queda mucho por hacer, pero cualquiera que haya pi- sado Pondicherry sabe que, de todos modos, allí el tiempo discurre muy despacio. Sobre todo en la aireada parte colonial, la ciudad blanca en la que se ubica el IFP, por oposición a la ciudad negra, antiguamente la de los tamiles –aunque miles de ellos disfrutan de pasaporte francés–.
Paseos con brisa, aceras impolutas e iglesias azul cielo sirven en Pondicherry para que los indios del sur descansen de sí mismos. Y tanto ellos como los extranjeros, si pueden permitírselo, disfrutan de fastuosos palacios neoclásicos de color mostaza reconvertidos en soñolientos hoteles con encanto. El quepis de los gendarmes, como si se tratara de Louis de Funès tostados por el trópico, contribuye a dar ambiente.
Porque Pondicherry es el jirón de un mundo que no existe y que, en realidad, apenas existió: la India francesa. A mediados del siglo XVIII, la pugna entre los ingleses y los franceses en la India se resolvió a favor de los primeros, con resultados a la vista. Desde entonces, las colonias francesas en India se redujeron a menos de media docena, en abierta competición con los establecimientos de ingleses, holandeses, daneses y portugueses. Sólo estos últimos aguantarían más que los franceses, que no cedieron sus modestos comptoirs indios hasta 1954. Nehru –para dorar la píldora- les animó a establecer el IFP, al que hoy se une una de las sedes de la Escuela Francesa del Extremo Oriente, convirtiendo Pondicherry en el epicentro de la indología francesa.
Y eso que Pondicherry ya apenas existía –languidecía– cuando el escritor Pierre Loti pasó por allí en 1899. Pese a lo cual este se deleitó con un poso francés que no había encontrado en la Indochina recién conquistada. Pondicherry tenía entonces –y Loti dio buena cuenta de ello– el atractivo añadido de las bayaderas o bailarinas sagradas, que conjugaban dos de los oficios más viejos del mundo.
Junto a otros tres antiguos enclaves france- ses conforma hoy Puducherry –nombre oficial desde hace una docena de años– uno de los Territorios de la Unión regidos desde Nueva Delhi. Se trata de Karikal y de los muy distantes Yanaon y Mahé. Otra antigua posesión, Chandernagor, fue absorbida tempranamente por la siempre revoltosa Bengala.
En la diminuta Mahé, en la costa Malabar, la citada aplicación echaría chispas porque el ídolo que arrastra a cientos de miles de devotos de todas las religiones cada mes de octubre no es otro que Santa Teresa de Ávila, alrededor de cuya imagen creció la colonia hace casi tres siglos.
Y si el diosómetro les suena a new age con espíritu cartesiano, no se sorprendan. Esto es Pondicherry y aquí se encuentra el ashram (retiro espiritual) original de Sri Aurobindo –el revolucionario indio prófugo de los británicos reconvertido en gurú bajo tutela francesa–. Y a tiro de piedra está Auroville, un microcosmos –en perpetuo estado germinal– de sociedad utópica, pacífica y plurinacional, alrededor del dorado Matrimandir (templo de La Madre). Un experimento social trasplantado allí al calor del hippismo, precisamente, por La Madre, la francesa de origen sefardí que había acompañado a Aurobindo desde la I Guerra Mundial.
Auroville, eso sí, conserva la playa que Pondicherry perdió hace más de treinta años. Algo que no lamentan en exceso los turistas tamiles de fin de semana, que jamás pasarían de meter los pies en el agua completamente vestidos. La mayoría de ellos, además, acuden por un motivo más perentorio: los bajos impuestos al alcohol. Aunque no se les despejará la duda de si cierta escultura que allí quedó varada pertenece a Juana de Arco o a Marianne, pronto les será más fácil reconocer si cierto ídolo arcaico corresponde a Shiva o Vishnú. Todo un alivio. Siempre y cuando el whisky y la cerveza de alta graduación –más que el pastís– les permitan acertar con la tecla.
El Instituto Francés de Pondicherry, en el este de India, desarrolla una aplicación para que turistas e indios de a pie sepan ante qué deidad hindú se encuentran El proyecto reconoce unas 220 deidades adoradas en templos hindúes y 200 atributos y poses