Ya no se hacen invitar
Ayer fue un día para hablar bien de las mujeres. Así, en genérico, todas las mujeres se merecen un homenaje por haber nacido mujeres y no hombres, en cuyo caso serían peores y la prueba es que nadie pide un día de autobombo del Hombre Jornalero. –¡Diles algo bonito! Ya lo tengo: –¡Habéis cambiado! ¿Es bonito decirle a alguien a modo de elogio que ha cambiado? Y si lo damos por bueno, ¿estoy, sin querer, criticando a la mujer preconstitucional?
Yo nací en un ambiente de mujeres trabajadoras: mis abuelas, mis tías, mi madre, mis profes. Se hacían querer, se hacían respetar. Nunca les oí decir: somos estupendas. Tampoco: somos inferiores.
Todo funcionaba bien hasta que apareció el dichoso deseo sexual (¡la de cosas de provecho que habría hecho a lo largo de mi vida si en vez de dedicarle tiempo al deseo lo hubiese invertido en estudiar álgebra, leer a Benavente o jugar a los naipes!).
Por culpa del deseo, los jóvenes tienden a cortejar a las mujeres en lugar de esperar a los 50 y negociar de tú a tú. Ya lo dice Luis Enrique, con hu-
Comprendí que me había vuelto un machista: nunca invitaba a los amigos ni dejaba invitar a las mujeres
mor asturiano (existe pero no se nota a primera vista):
–¡Sólo fallan los penaltis los que se arriesgan a tirarlos!
Y empecé a hacer lo que veía: tirar la caña. Las primeras calabazas eran desmoralizadoras y con acné. Elegí el camino cómodo: –¿Te apetece cenar? Lo cierto es que invitar a cenar o a un fin de semana en la costa reducía el porcentaje de calabazas, aumentaba la autoestima y favorecía el empleo en el sector de los servicios. España vivía el boom del divorcio y se convirtió en meca de mujeres divorciadas que no tenían un no para ir a cenar (ni un sí para invitar). Además, los hombres, en general, les debían algo. –Esto de la galantería sale caro. Naturalmente, nunca pensé que una cena diera derecho a nada pero empecé a discriminar: nunca invitaba a cenar a mis amigos. Toda salida costaba unos euros, pero aceptaba que las mujeres correspondiesen poco. Una profesional de la salud dental –que se ganaba la vida mejor que yo– me dio una explicación tras mi tercera –y última– invitación a cenar:
–Es muy feo que una mujer pague en un restaurante. Al parecer, la desmerecía. Y así hasta el día en que comprendí que era un machista: no daba a las mujeres la oportunidad de experimentar el placer de invitar. Hoy, gracias al progreso, al número de tíos caraduras que no invitan a un café ni en la primera cita y a que elijo mejor, soy otro. Tengo la suerte de haber disfrutado de algo que hace ganar –y no perder– respeto a las mujeres del siglo XXI. –La cuenta está pagada, señor. Han cambiado. Y uno se dice que así sí vamos hacia el respeto. Que no es cosa de hombres.