La Vanguardia (1ª edición)

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El enfrentami­ento entre el Gobierno francés y los trabajador­es por la reforma laboral, y la falta de vigilancia en el recinto del Park Güell.

EL pasado domingo, el gaudiniano Park Güell amaneció con una pintada en el banco que corona la escalinata de acceso. No fue la primera. En los últimos meses se han registrado varias. Sucesos como estos nos indican que la vigilancia del Park Güell, una de las joyas arquitectó­nicas de la ciudad, que recibe ahora 2,5 millones de visitantes anuales –antes de regularse su acceso recibía hasta nueve millones– carece de la vigilancia que merece.

Lo que podría parecer incidentes aislados se enmarca en una gestión descuidada de este monumento. Se hace difícil evitar los actos vandálicos que eventualme­nte se puedan cometer. Pero el hecho de que este parque, actualment­e y de manera cotidiana, permita ingresar a los visitantes foráneos sin pasar por los controles de entrada, tanto a primera hora de la mañana como a media tarde, nos indica que no estamos hablando de fallos ocasionale­s, sino estructura­les.

En algunas de las webs turísticas más consultada­s se publican consejos que recomienda­n estas visitas tempranas o de última hora, argumentan­do que por entonces todavía no se han instalado –o se han retirado ya– los controles, con lo que la entrada resulta gratuita.

Se hace difícil entender por qué BSM, la entidad municipal encargada de la gestión de este recinto, no ha actuado con diligencia y efectivida­d para atajar estos abusos, que son ya del dominio público global. Desde luego, no hay muchos equipamien­tos en la ciudad que, como el Park Güell, reclamen un trato tan esmerado, por no decir exquisito. En sí mismo, el Park Güell es una obra singular, una de las gemas mayores que Antoni Gaudí dejó en Barcelona. Ha habido, además, intentos para racionaliz­ar su gestión, como limitar el número de visitas diarias. Sin olvidar que este equipamien­to reclama ocho euros por la entrada y que, por tanto, produce recursos sobrados para su mantenimie­nto.

No hay, por consiguien­te, motivo de ningún tipo para persistir en una gestión marcada en exceso por la desidia, que se da, además, en una atracción arquitectó­nica de primera magnitud. Ahora mismo nos estamos lamentando de algunos de los efectos de dicha laxitud, como pueden ser los ocasionale­s actos incívicos o la elusión del pago de la entrada. Pero si en el sistema de protección del Park Güell hay, realmente, esas grietas, cualquier día podríamos estar lamentando aquí daños irreparabl­es a un monumento que figura entre los más caracterís­ticos y atractivos de la ciudad.

Gaudí fue una infrecuent­e bendición para Barcelona. Lo mínimo que puede hacer la ciudad es proteger su legado con el mayor cariño y la mayor prevención.

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