Bibendum fumador
En una escena de Les parapluies de Cherbourg, la película de Jacques Demy, el chico, Guy, fantasea con su novia, Geneviève, sobre el futuro que les espera. El chaval, que es mecánico, dice que comprarán una gasolinera totalmente blanca, con despacho. “Qué felicidad –le dice ella–, todo el día olerás a gasolina”. Al tratarse de una película cantada todavía queda más de color de rosa. Después pasan un montón de cosas, que los protagonistas van entonando: el chico va a la guerra de Argelia, le hieren en una rodilla; Geneviève, que está embarazada, no espera que regrese de África; y cuando finalmente tiene la gasolinera, cada uno se ha casado con otra pareja, se encuentran un momento en la estación Esso, impoluta, y se despiden con tristeza.
Ser propietario de una gasolinera era una perspectiva estupenda en 1964, cuando Demy filmó la película. Los que ya tenemos unos años conservamos dos recuerdos: las gasolineras de juguete con los surtidores y una rampa por donde los coches bajaban deslizándose y, ya en la adolescencia, el bar del poste (durante muchos años en Catalunya, para referirse a las gasolineras se utilizaba este castellanismo que hace pensar en las gasolineras de Hooper: tres surtidores sin una triste marquesina). Más tarde pusieron un bar y en este bar del poste era donde acudían las chicas más guapas, donde se tomaban los sanfranciscos más perfumados y donde más se ligaba. En este dinamismo de las gasolineras influían diversos factores: los símbolos de las marcas de gasolina, visibles desde lejos. Y aquí, donde toda la gasolina era Campsa, los adhesivos de Wynn’s (con tres caballos y unas rayas moradas) y el símbolo de Cepsa con su montañita.
Pero sobre todo contribuyó Bibendum, el hombre neumático de Michelin. Como tantas cosas de esta vida, mi generación lo pilló que ya se
Los camiones llevaban bibendums sentados y en los talleres había azulejos con bibendums danzarines
terminaba, luego cambió todo. Las cabinas de los camiones llevaban binbendums sentados y también las furgonetas 2 CV, en los talleres había unos azulejos azules con bibendums danzarines. Era una figura desacomplejada y cachonda, que en la versión más antigua abre la boca (que son dos neumáticos) y parece el Ubú Rei de Alfred Jarry. No tiene ojos y mira con unas gafas sujetas a una goma. Estos días se ha presentado una exposición formidable dedicada a Bibendum en L’Illa Diagonal, con piezas de colección, y he descubierto una versión que desconocía. En los talleres mecánicos tienen siempre compresores de aire colgados de la pared. Se inventaron un Bibendum montado sobre la bombona del compresor, como que se trataba de inyectar aire, parecía que estaba fumando un puro: el tubo que le salía de la boca. Este Bibendum fumador es del nivel de la Vaca que Ríe, una de les mejores marcas de todos los tiempos (¿cómo se les ocurriría dibujar una cabeza de vaca roja, risueña, con dos cajas de quesitos colgadas de las orejas?). Después, de ataque de transcendencia en ataque de transcendencia, hemos llegado a la vulgaridad actual de los peluches Disney y las gasolineras de autoservicio.