La Vanguardia (1ª edición)

Hollywood ‘business school’

Desde el colapso de Lehman Brothers, en el año 2008, el cine estadounid­ense se ha aplicado a contar el crack para que se entienda

- PEDRO VALLÍN Madrid

La economía se ha procurado el pertrecho intelectua­l del arcano, un conocimien­to sólo accesible a iniciados, de ahí que el cine del asunto se sienta concernido por una misión docente. Un arcano es un poder. Así nos han convencido de que los administra­dos, en tanto legos, no entendería­mos que, por nuestro propio bien, el dinero que debía financiar nuestras pensiones se destine a pagar los platos rotos de la debacle financiera. A fondo perdido. Usted que va a saber. El cine de Hollywood, por operar en ese territorio a priori inocuo llamado entretenim­iento, ha intentado no sólo desenmarañ­ar ese lenguaje codificado sino convencern­os de lo que sospechába­mos: la economía no es un arcano, ni siquiera una disciplina científico-técnica; es dinero y, si sa- bes contar, cualquiera puede entenderlo. Los enfoques han sido de sofisticac­ión varia, pendientes del juicio moral, unos, o del análisis procedimen­tal, otros. El lobo de Wall Street (2013), de Martin Scorsese, una de las más celebradas, componía una orgía audiovisua­l que arrojaba poca luz sobre la hecatombe financiera, más allá de incidir en un motivo clásico del cineasta: los personajes son eternos adolescent­es abandonado­s a lo dionisiaco, así que la crisis financiera es, antes que un problema político o de regulación, una expresión hiperbólic­a de la querencia contemporá­nea por el hedonismo irreflexiv­o. O sea, un pecado. El ascetismo, la austeridad, como remedio. Toda una homilía dominical.

Sin salir del ámbito de la interpreta­ción moral, La gran estafa americana (2013), de David O. Russell, narraba un caso real de mangantes, trepas y buscavidas que operaban con fondos de inversión a finales de los setenta –antes de que Ronald Reagan y las ideas de espabilado­s como David Stockman, jefe de su oficina presupuest­aria, convirtier­an Wall Street en un casino autodestru­ctivo al tiempo que disparaban el déficit público–. La humanidad, también la financiera, es

Scorsese narró la crisis financiera como la consecuenc­ia de un abandono dionisiaco

retratada cabalmente como un conjunto de vanidades y ambiciones enlatadas en cerebros cuya capacidad dista de ajustarse a sus delirios.

Viendo Inside job (2010), documental Charles Ferguson que ganó el Oscar con una brillante metáfora de los mercados financiero­s y los mamparos de un petrolero, queda claro que la razón por la que el tinglado se fue al garete no dista mucho de la que halló el biólogo y premio Pulitzer Jared Diamond en Colapso (Debate) para responder a la pregunta “¿Qué pensaba el hombre que taló el último árbol de la isla de Pascua?”. Pensaba en hoy, quizá en mañana, y eso ni siquiera le dejaba ver la semana que viene. No digamos, el erial que heredarían sus hijos.

Margin call (2011), debut de J. C. Chandor, incidía en la narración procedimen­tal de una ciega matemática que no se percató del abismo que un observador ajeno, con el sólo avío del sentido común, veía venir una década antes. Tampoco renunciaba a bucear en los motivos de unos personajes, vectores de la destrucció­n, que siendo consciente­s de la arbitrarie­dad de su dominio sobre vidas ajenas, vivían convencido­s de que el saldo general de sus desvaríos era positivo para todos, tal es el mantra del tecnocapit­alismo. Y La gran apuesta (2015), de Adam McKay, esforzadam­ente didáctica, avanzó un paso más al fijar la mirada en los excepciona­les casos de quienes, pegados al árbol, acertaron a barruntar el mismo bosque que desde fuera veía cualquiera y fiaron su apuesta al acabose venidero. Apostaron contra el sistema sólo para descubrir que ni ganando ganarían. Porque en el casino siempre gana la banca, y si un cliente espabilado propicia su ruina, invocará sin saberlo a los fornidos tipos de seguridad, que darán con sus huesos en el sombrío callejón, entre meados y cartones.

Chandor y McKay escrutan un sector que profesa una fe ciega en el tecnocapit­alismo

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