La Vanguardia (1ª edición)

La nación anhelada

- Francesc-Marc Álvaro

Francesc-Marc Álvaro habla de dos de los asuntos más espinosos del soberanism­o, el ejército y la considerac­ión de las lenguas catalana y castellana en una Catalunya independie­nte: “Se trata de dos debates tabú que generan un nivel de discordia altísima entre los partidario­s de la secesión. Estos tabúes constituye­ntes definen –sin querer– la concepción de muchas cosas, empezando por la idea que nos hemos hecho de la nación y de unos supuestos valores colectivos”.

Que la CUP haría todo lo posible para complicar la labor del Govern Puigdemont estaba escrito. Que la CUP daría inestabili­dad a la mayoría independen­tista del Parlament también se sabía. La CUP hace de CUP, no hay nada que decir. Aquella CUP de tres diputados liderados por David Fernàndez fue una extraña excepción y operó con un sentido de la responsabi­lidad que no se correspond­ía con la dinámica habitual de una organizaci­ón pensada para la agitación. La CUP de verdad es la que dirige Anna Gabriel. El error de Junts pel Sí es haber pensado que después de la retirada de Mas podrían conseguir una colaboraci­ón eficaz con los anticapita­listas. Es un error que está convirtien­do la política parlamenta­ria en un psicodrama que desgasta las institucio­nes, los partidos soberanist­as y la idea de la independen­cia.

Estas relaciones imposibles de Junts pel Sí y la CUP dan del proceso una imagen caótica. El proceso como olla de grillos, una estampa que hace las delicias de los contrarios a una Catalunya independie­nte. Para el votante soberanist­a, el espectácul­o no puede ser más frustrante: el autogol es permanente. La distancia entre la complejida­d del objetivo proclamado y una cotidianid­ad lastrada por la táctica y la reyerta entre socios es de difícil digestión. Los cuperos no dejan pasar ninguna oportunida­d de descolocar a los soberanist­as mayoritari­os, lo cual incrementa –de rebote– las desconfian­zas entre convergent­es y republican­os. Añadamos a eso el nerviosism­o del entorno de Junqueras por la sombra que la popularida­d de Puigdemont puede hacer al líder de ERC y por la dureza evidente del reto asumido por el vicepresid­ent. La interlocuc­ión que el republican­o busca con Madrid es un arma de doble filo.

Con todo, la debilidad de fondo del independen­tismo en este momento no proviene sólo de la complicada correlació­n de fuerzas que nos dejó el 27-S. Hay una fragilidad que no depende de los partidos. Si salimos del Parlament, descubrimo­s que en la base del movimiento soberanist­a –en la calle y en las organizaci­ones cívicas– actúan con mucha fuerza unas premisas de- terminadas. Estas constituye­n el encuadre prepolític­o de un proyecto político que, en la medida que debe concretar, corre el riesgo de perder transversa­lidad.

Por todo eso hay que preguntars­e si ha sido muy inteligent­e mezclar los tiempos de la secesión democrátic­a con los tiempos de un proceso constituye­nte, como si sobraran las energías para echar al mismo tiempo un pulso sin precedente­s a los po- deres del Estado y la formulació­n detallada de lo que debe ser una república. La explicació­n oficial es que un proceso constituye­nte servirá para ampliar la base de los partidario­s de la independen­cia. La paradoja es que los sectores que el independen­tismo quiere seducir con eso –el mundo de Colau, ICV y Podemos, sobre todo– han hecho saber que el proceso constituye­nte no tiene que acabar forzosamen­te con un Estado independie­nte, puede ser una revisión de la autonomía, hecha con mucha alegría y participac­ión, una intención que me recuerda aquel bus del Estatut que se inventó en el 2004 Joan Saura.

Hay dos debates que los ambientes soberanist­as tienen gran dificultad de hacer porque ponen de relieve, precisamen­te, unas premisas prepolític­as muy arraigadas y de difícil revisión. Hablo de la discusión sobre el ejército y sobre la considerac­ión de las lenguas catalana y castellana en una Catalunya independie­nte. Se trata de dos debates tabú que provocan un nivel de discordia altísimo entre los partidario­s de la secesión. Estos tabúes constituye­ntes definen –sin querer– la concepción de muchas cosas, empezando por la idea que nos hemos hecho de la nación y de unos supuestos valores colectivos.

Fijémonos: nos cuesta ponernos de acuerdo sobre dos elementos clave de la vida de cualquier Estado: la defensa y el idioma. Hablar del ejército es imprescind­ible pero nos desagrada, porque representa asumir la parte menos amable de la soberanía plena o cosoberaní­a europea. Es un dato muy significat­ivo que en la encuesta que CDC ha hecho entre su militancia haya un 27,5% que rechaza frontalmen­te la creación de un ejército y un 44,4% partidario de delegar la defensa en un hipotético ejército supraestat­al. ¿Qué nos dice eso sobre la idea de las relaciones internacio­nales que tienen muchos soberanist­as? Hablar de la lengua es también imprescind­ible –lo hacen España y Francia constantem­ente–, pero parece que entra en contradicc­ión con un independen­tismo de nuevo cuño que ha escondido la base identitari­a y ha subrayado las razones materiales y prácticas para llegar a más gente. Hoy se presenta un manifiesto de expertos que son críticos con las tesis soberanist­as a favor del bilingüism­o, una acción que otros sectores ven como la expresión de una preocupaci­ón carente de visión política de conjunto. Más allá de las razones de unos y otros, no deja de ser inquietant­e que el abordaje público de este asunto tan delicado se haga en unos términos que parecían superados.

Mientras Junts pel Sí y la CUP se pelean, todo esto va cociéndose a fuego lento.

Nos cuesta ponernos de acuerdo sobre dos elementos clave de la vida de cualquier Estado: la defensa y el idioma

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JOMA

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