La Vanguardia (1ª edición)

Cupeando

- Pilar Rahola

Uno de los males del independen­tismo, desde tiempos ancestrale­s, es la tendencia al infantilis­mo que acostumbra a mostrarse con exceso testicular. Lo cual siempre redunda en un exceso añadido de ridículo. Y de esa tentación no se ha librado ninguna familia, hasta el punto de que incluso el gran Macià, acompañado de intelectua­les de la talla de Ventura Gassol, perpetró una intentona de invasión militar de Catalunya –el complot de Prats de Molló– que acabó como el rosario de la aurora. Incluso tuvieron aliados del antifascis­mo italiano que resultaron ser agentes de Mussolini y, por supuesto, los denunciaro­n. Y si repasamos con lupa las acciones de los años treinta, la cantidad de decisiones tomadas por vía hormonal, sin ninguna inteligenc­ia estratégic­a, darían para un museo del esperpento. Es la vieja idea de la resistenci­a per se, convertida en paradigma de un heroísmo de ir por casa que sólo reporta fracasos y estupidez.

En esas estamos otra vez, verbigraci­a, el estómago cupero, que necesita devorar titulares de prensa, tanto como deglutir asambleas. Y en general, dichos titulares no nacen al albur del conflicto con el Gobierno español, sino sacándole las tripas al catalán, que es donde la bilis puede reportar algún tributo electoral. Ya tuvimos un agrio bocado con la persecució­n del herético Artur Mas, cuya quema pública durante meses fue uno de los momentos más orgásmicos de la España unida. Fue así como nos cargamos de un plumazo un trabajo ingente para acercar a las clases medias a la idea de la independen­cia, pero los amiguetes de la revolución de bolsillo quedaron muy satisfecho­s. Y ahora vuelven al ruedo, quizás porque la única manera que entiende la CUP de hacer política es no haciéndola o, peor aún, haciéndola a la contra de los presuntos aliados, más presuntos que aliados. Esa táctica de la desconfian­za permanente, sumada a la necesidad de demostrar que la tienen más larga que nadie, sólo nos puede llevar al desastre. Pero, dada la actitud que tuvieron las izquierdas extremas en los años treinta, el gusto por el desastre no sería novedoso.

El independen­tismo sólo puede ganar si es más civilizado, estratégic­o y cauto que el Estado del que quiere irse, porque por la vía de la fuerza ganan los fuertes. Pero la CUP se mueve con más facilidad en la estética de la resistenci­a que en la ética de la política, y en ese terreno, con más estómago que cerebro, la capacidad del Estado para vencer al independen­tismo es total. De ahí que habrá que tomar decisiones pronto, tanto por el lado cupero como por el otro lado, porque la cuerda no puede tensarse eternament­e, so pena de quebrarse para muchas generacion­es. Es decir, la CUP deberá decidir si lo suyo es la heroicidad fugaz o tiene capacidad de pensar más allá de la pancarta. Y en caso negativo, Junts pel Sí deberá asumir que el principal escollo del proceso está dentro del proceso.

La CUP se mueve con más facilidad en la estética de la resistenci­a que en la ética de la política

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