El vuelo de la golondrina
Bella oreneta, qui t’abastarà / si tens els ulls somiosos fits al lluny?”. Eran unos versos de un romanticismo de cartón piedra, es cierto, pero los releyó con emoción porque para ella los había escrito su prometido. El aprendiz de trovador era el abogado del Estado Josep Maria Vilaseca Marcet, el poema se titulaba A una oreneta y ella se llamaba Maria Teresa Roca Formosa. Se acababa la grisácea década de los cuarenta y, entre versos y dudas de los padres de ella, empezaban su noviazgo. Se casaron en 1950. Tuvieron cinco hijas. Y fue verdad. Sus ojos, que resguardaron una brizna de sonrisa bondadosa hasta el último día, miraron más allá. Donde habita la esperanza. El lunes los cerró. La golondrina tenía 90 años.
Quizás el rasgo de personalidad más singular de Teresa Roca –hija de uno de los fundadores de la gran industria Roca Radiadors– ha sido una sencillez cálida. Contrapesando el carácter reservado de su marido, que prefería trabajar en la sombra pero con exigente eficiencia, desplegaron en sintonía una acción que no buscó el reconocimiento sino la transformación, más allá de las palabras grandilocuentes, de su sociedad a fin de que fuera más justa. Son un ejemplo. Si Vilaseca maduró este proyecto profundizando en la doctrina social de la Iglesia y adquiriendo un compromiso como democristiano más bien de izquierdas, ella podía fijar el momento de su caída del caballo definitiva. Caen, julio de 1963. Asistían a una Semana Social organizada por católicos franceses. El tema de debate era la sociedad democrática y uno de los parlamentos era un testimonio de vida. Ella recordaría siempre el rostro de aquella chica, el jersey andrajoso, el relato vívido de la pobreza. Como una bocanada amarga, Teresa sintió la mala conciencia de clase intensamente. Y se comprometió a obrar en consecuencia.
Surfeando sobre la ola del concilio Vaticano II, el matrimonio entendió que la fortuna que ella había heredado la debían poner en buena parte al servicio de la colectividad. Aquel dinero era suyo, sí, pero lo era gracias al trabajo de los obreros de la empresa familiar y, por lo tanto, se sentían en deuda con ellos y debían retornarla (me lo explicó con estas palabras, tal cual). Fue así como el matrimonio Vilaseca Roca, sobre todo desde finales de la década de los sesenta, empezó a trazar un surco profundo sobre el empobrecido campo de la sociedad civil catalana.
En 1985, al iniciar una nueva reflexión, Vilaseca Marcet daba gracias; antes que nadie, a Dios y a su esposa
No se trataba de hacer caridad. No se trataba sólo, como le dijo con eficaz ironía ella a su marido, de bajar del piso del paseo de Gràcia donde vivían y empezar a repartir billetes al primer necesitado con el que topasen. Debían planificarlo con inteligencia y pragmatismo. Según puede leerse en el documento “Propuesta de creación de una fundación benéfica-docente”, el principio del que partían, fundamentado en las capitales encíclicas Populorum progressio y Pacem in Terris, era el siguiente: “todo lo que sea aumentar el grado de educación, la capacidad intelectual y el bagaje científico y técnico de unos hombres, produce el efecto multiplicativo máximo económico, pero principalmente social, en una determinada comunidad humana”. En el año 1969, cediendo la dirección a jóvenes con empuje (Fèlix Martí, Jordi Porta, Joan Carles Brugué...), se puso en marcha la Fundació Jaume Bofill: un verdadero motor de la democratización del país. Pronto integraría a Joaquim Ferrer, Emili Gasch, Josep Maria Vallès o Joan Majó, que el jueves retrató a Teresa Roca aquí con precisión. Cuando llegó la hora de los partidos políticos, ella lo tuvo claro: la socialdemocracia catalanista era su espacio ideológico y militó en el Reagrupament de Pallach. A mediados de los setenta, parece ser que por iniciativa de Teresa Roca, el holding de fundaciones crecía con los Serveis de Cultura Popular. Complementando la investigación en ciencias sociales, que ya hacía la Bofill, se trataba de elaborar y hacer llegar materiales pedagógicos de calidad a los sectores más desfavorecidos de la sociedad.
Durante años el matrimonio Vilaseca Roca pasó la Semana Santa en Montserrat. Hace pocos días mis suegros intuyeron que ella era la señora lánguida y envejecida que por las noches se sentaba en una mesa cercana en el restaurante. En el monestir, de siempre, Vilaseca, aparte de hablar con el abat Cassià, aprovechaba para meditar y escribir sobre el sentido de su vida. Introspectivo desde los tiempos de los ejercicios espirituales, era exigente con él mismo. En 1985, al iniciar una nueva reflexión, daba las gracias. Antes que nadie, a Dios y a su esposa. “¿Qué hubiera sido yo sin ella?”. Y se respondía. “me ha hecho tanto bien sus intuiciones que muy a menudo me han llevado a reflexionar y a cambiar de opinión y de decisión. Incluso, sin que ella haya dicho nada, sólo pensando en aquello que seguramente habría dicho, he obrado diferente de lo que habría hecho sin ella. A su lado me he sentido seguro”. Esta seguridad es la que Vilaseca intuyó en el aletear de una golondrina. Ojalá se hayan reencontrado.