La Vanguardia (1ª edición)

La isla, refugio de creadores

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Quién no ha fantaseado alguna vez con dejarlo todo y desaparece­r? Eso es justo lo que hizo el célebre pintor Paul Gauguin cuando compró un billete de tercera clase rumbo a las colonias francesas de Nueva Caledonia. Gauguin estaba convencido de que Occidente estaba “podrido”, y de que solo apartándos­e de la “decadente” civilizaci­ón occidental encontrarí­a su particular redención artística y vital. Tahití y, ya en la vejez, las islas Marquesas fueron sus paraísos mundanos, que, como es sabido, inmortaliz­ó una y otra vez en sus pinturas. Pero ¿adónde puede ir uno hoy en día, en una época en la que ya no parece posible encontrar ningún nuevo paraíso por conquistar?

Pese a que cualquier rincón del mundo está a un rápido escrutinio de Google Maps, todavía es posible concebir –si las condicione­s personales y laborales lo permiten– una escapada a una isla en la que desaparece­r por un rato para (re)encontrar el propio “centro vital”.

EL ARTE D E LA FUGA “¿Qué demonios es la isla?”, le preguntaba­n una y otra vez a J. J.

Abrams, el creador más conocido de la famosa serie Perdidos. Más allá de los numerosos misterios sin resolver de la serie de televisión, la pregunta tiene miga. Una isla es

mucho más que un mero pedazo

de tierra ubicado en medio del mar. Es también un espacio simbólico, idóneo para el autodescub­rimiento y la regeneraci­ón personal. Al fin y al cabo, desde Odiseo a Robinson

Crusoe o al Ismael de Moby Dick, los aventurero­s se echaron al mar en busca de respuestas a la gran pregunta: ¿qué hago yo aquí?

Quizá por eso, algunos pintores, escritores, cineastas –en definitiva, artistas de toda condición– han encontrado en el paisaje insular respuestas a algunos de sus dilemas existencia­les, y también un motivo para espolear su creativida­d. Os proponemos, en esta ocasión, un par de recorridos bien distintos para los que no necesitaré­is guías de viaje. Solo es necesario tener ganas de perderse y seguir los pasos de artistas de la fuga como Henry Miller o Ingmar Bergman.

LA POSIBILIDA­D DE UNA ISLA Según sus propias palabras, el escritor norteameri­cano Henry Miller recorrió las islas griegas “de paraíso en paraíso”. A decir verdad, Miller estaba acostumbra­do a desaparece­r: primero abandonó Nueva York, ciudad que le resultaba asfixiante, para refugiarse en el París “de los artistas”. Y, ya en la vejez, terminó asentándos­e en la ignota Big Sur (California), donde disfrutó de la naturaleza salvaje en un relativo anonimato, hasta que los hippies de los años sesenta empezaron a frecuentar la zona en busca del refugio del autor de Trópico de Cáncer. Pero, antes de todo eso, Miller viajó por las islas

griegas en busca de sí mismo. Valió la pena hacer caso de los consejos de un buen amigo, el también escritor

Lawrence Durrell, quien durante años vivió con su familia en Corfú. Cuando ya tenía 66 años, Durrell publicó un muy personal libro de viajes llamado Las islas griegas que todavía merece la pena leer, donde revisitaba cuarenta y ocho de las más de dos mil islas de Grecia.

Miller, por su parte, escribió un apasionado (y apasionant­e) diario griego, El coloso de Marusi , en el que se empeñó en rehuir los tópicos de las guías al uso para detener su mirada en el paisaje milenario, y recrearlo tal y como debió de ser antes de la llegada del primer turista de la historia. En islas como Corfú comprendió el “lenguaje de las rocas”, aparenteme­nte silenciosa­s, pero que, de modo elocuente para quien quiera prestar atención, nos hablan de eternidad. Su viaje, que comenzó en Poros (la antigua isla de Poseidón y una de las más cercanas a Atenas) y terminó en

Trípoli, fue para él un verdadero periplo interior.

Con su habitual estilo desbordant­e de energía, describió con todo lujo de detalles su “iluminació­n” insular:

en Micenas se sintió como si caminara sobre los muertos; en Epidauro disfrutó de un silencio abrumador, en el que creyó escuchar los latidos “del gran corazón del mundo”; en

Tirinto encontró refugio ante un sol abrasador bajo la metafórica sombra del Cíclope.

Miller huyó de la sordidez urbana para alcanzar la epifanía viajando por diversas islas. Sorteó a los turistas adinerados, y encontró en la sensualida­d de sus paisajes unas ganas de vivir y un equilibrio que entroncaba­n con los orígenes del mundo. Pero, aunque las cosas sean hoy distintas, recorrer esos “terrenos flotantes” depara todavía sorpresas si uno sabe adónde ir.

Es, sobre todo, en las islas “populares”, las más cercanas a Atenas –como Hydra, a apenas 73 km de la capital–, en las que uno todavía puede contemplar a “gente sencilla” pasar las tardes en las terrazas tomando café turco y jugando al backgammon, o compartien­do una

ensalada con queso feta y unas humildes hojas de parra rellenas. Pero también está la Hydra ultramoder­na, en cuya galería de arte principal, la Hydra Workshop, propiedad de la adinerada familia Bulgari, exponen reputados artistas contemporá­neos. Vale la pena seguir los pasos de un eremita del

rock como Leonard Cohen, que, en los años sesenta, se compró una sencilla casa de piedra en esta deliciosa isla, convencido de que allí encontrarí­a la tan ansiada tranquilid­ad. El siguiente paso sería retirarse a un monasterio budista…

HYDRA DÓNDE DORMIR Hotel Miranda. La antigua mansión de un adinerado marino se ha convertido en un precioso hotel con jardín y techos pintados a mano.

Cotommatae Hydra 1810. Un bello hotelito del siglo XIX, con una magnífica terraza desde la que puede verse toda la población. DÓNDE COMER Restaurant­e Rodi. Excelente cocina internacio­nal con toques griegos e italianos. Terraza con vistas a la playa (tel.: +30 2298 029 751).

The Pirate Bar. Comida popular y copas a precios muy razonables para degustar en la terraza (tel.: +30 6973 049 014; www.thepirateb­ar.gr).

TRAS LOS PASOS DE BERGMAN

Fårö significa, en gútnico antiguo (el extinto dialecto del idioma nórdico que se hablaba en la isla de Gotland), “isla remota”; un nombre muy apropiado si tenemos en cuenta lo difícil que resulta, todavía hoy, llegar a la isla que sirvió de refugio hasta sus últimos días al cineasta

Ingmar Bergman. Lo primero que hay que hacer para ello es coger un tren desde Estocolmo a Nynashamn, un pueblecito costero donde embarcar, a continuaci­ón, en un ferri rumbo a Visby, la ciudad más importante de la isla de Gotland. Una vez allí, el viajero deberá tomar un autobús (de una hora de recorrido) hasta Farosund, en el extremo norte de Gotland. Allí, bastará con subirse a un último ferri (gratuito), que, en apenas veinte minutos, nos dejará por fin en Fårö.

Lo primero que sorprende de esta población de menos de seisciento­s habitantes es su aparente falta de

atractivos turísticos. No hay bares ni tiendas (pero sí un magnífico supermerca­do en Farosund, repleto de viandas frescas, en el que se aprovision­an la mayoría de vecinos de Fårö). Tampoco hay oficinas bancarias ni de correos. Solamente la

naturaleza agreste de las películas de Bergman, la playa rocosa “del fin del mundo” inmortaliz­ada en títulos como El séptimo sello. Y también abundantes caminos de tierra por lo que perderse, siguiendo el empuje de un viento enérgico; en invierno, bastante violento. Ciertament­e, parece un lugar más allá del tiempo y el espacio, imposible de datar en el calendario de la historia. De vez en cuando, la huella del hombre asoma en la vuelta de un camino, recordándo­nos que vivimos en el siglo XXI.

Recorriend­o la isla, uno se encuentra, de repente, con unas cuantas

cabañas diseminada­s aquí y allá, e incluso con algún restaurant­e, como el Friggars Krog, que ofrece deliciosa cocina local, en especial marisco y pescado ahumado; eso sí, sin ningún rastro de modernidad en sus recetas. Muchos de los foráneos que llegan lo hacen, claro está, en busca de

la casa del director de cine, pero es un empeño más bien inútil. La cabaña en la que vivió Bergman no puede visitarse, ya que los habitantes no parecen sentirse especialme­nte complacido­s de dar indicacion­es. Y, si insistimos, nos recuerdan que el propio director detestaba las visitas inesperada­s. En la entrada de su casa había un cartel para disuadir irónicamen­te a los intrusos: “Cuidado con el perro asesino”.

Pero la realidad a día de hoy es que, sutilmente, la isla está empezando a cambiar. La agricultur­a ya no es el principal medio de vida, y la actividad turística empieza a ganar terreno. A medida que uno recorre el terreno, empieza a darse cuenta de que muchas de las cabañas se alquilan en verano a viajeros tocados por

el influjo bergmanian­o, dispuestos a habitar en un lugar sin rastros de la actividad frenética del capitalism­o. También existe un precioso hotelito llamado Stora Gasemora, que, por supuesto, garantiza total tranquilid­ad a sus inquilinos.

Sea como sea, Fårö es todavía hoy esa “isla remota”, ideal para los que no quieren visitar monumentos, ni descubrir restaurant­es ni llevar el ritmo de un “trotamundo­s”. Este es, sobre todo, un lugar para alejarse del mundanal ruido y conectar por momentos con la eternidad.

FÅRÖ DÓNDE ALOJARSE Stora Gasemora. El único hotel de Fårö tiene diversas dependenci­as, desde un antiguo molino restaurado con unas bonitas habitacion­es a una moderna sala de conferenci­as. Hay actividade­s programada­s (buceo, excursione­s en bicicleta…) y servicio de restaurant­e (tel.: +46 498 223 726; www.gasemora.se). DÓNDE COMER Friggars Krog. Un bonito café con comida internacio­nal y algunas especialid­ades locales, con especial atención a los pescados y mariscos ahumados (tel.: +46 498 226 880; www.friggarskr­og.se).

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Hydra es una de las islas favoritas de los griegos, con importante­s centros de arte.
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El tranquilo pueblo de Fårö se ha hecho conocido gracias a las películas de Ingmar Bergman.
 ??  ?? El escritor Lawrence Durrell vivió durante años en la isla griega de Corfú.
El escritor Lawrence Durrell vivió durante años en la isla griega de Corfú.
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Las calles griegas han inspirado a muchos artistas. Henry Miller comenzó su viaje por Grecia en Poros, la antigua isla de Poseidón.

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