Diálogo de sordos
Si las urnas han ofrecido unos resultados complejos, hay que administrarlos racionalmente y sin fantasías ideológicas
Lluís Foix analiza la política en el actual contexto de insustancial inflación comunicativa: “Veo un futuro incierto a los políticos que corren hacia el micrófono y sueltan grandes y repetitivos discursos. Hablan demasiado y sospecho que no tienen razón. Básicamente, porque no saben escuchar para construir un proyecto común, que comporta necesariamente ceder un poco de todo en todas partes y a todos”.
Hace poco más de seis años el expresidente Rodríguez Zapatero sorprendía a todos acudiendo al Desayuno Nacional de la Oración en Washington, un acto organizado por un grupo de cristianos conservadores. Llevaba seis años en la Moncloa y todavía no había hecho las paces con aquella bandera norteamericana ante la que se quedó sentado mientras pasaba en el desfile de la Hispanidad en octubre del 2003. Zapatero escogió un fragmento del Deuteronomio que habla de no explotar al jornalero pobre y necesitado.
En aquel desayuno participó también Barack Obama, que dijo que los políticos que viven en Washington “no estamos sirviendo a los ciudadanos tal como deberíamos y con mucha frecuencia somos incapaces de escucharnos unos a otros para conseguir finalmente un debate serio y civilizado”.
No hay que esperar unidad en los partidos ni entre los partidos. Se llaman partidos porque sólo son una parte. La experiencia europea demuestra que, a pesar de las diferencias ideológicas y programáticas de los partidos, siempre hay una posibilidad de llegar a acuerdos si se practica la costumbre de escuchar.
Cuando Tony Blair ganaba por mayoría absoluta las elecciones británicas, decía que los ciudadanos “observan la política con más claridad que nosotros y precisamente por eso no están diariamente obsesionados por ella”.
No me interesan las palabras o conceptos que se usan desmesuradamente hasta desgastarlos o banalizarlos. El diálogo no es un discurso, sino una práctica que comporta hablar y, sobre todo, escuchar, pedir y ceder. Tengo la impresión de que de tanto hablar a todas horas, tantos días y meses, se ha perdido el hábito de escuchar y de entrar en los ámbitos de comprensión de las razones de los otros.
No se percibe el miedo a hablar. Desde hace semanas, cada mañana, de lunes a viernes, las televisiones públicas nos suministran largas y farragosas, repetitivas, ruedas de prensa unidireccionales. Mariano Rajoy no habla con nadie que no sean los suyos y se parapeta en un silencio inexplicable esperando que los demás fracasen en sus intentos de investidura. Ni siquiera se molesta en dar una explicación sobre la dimisión del ministro José Manuel Soria.
Mariano Rajoy anuncia llamadas telefónicas a Pedro Sánchez, pero no acaba de marcar el número. Con Albert Rivera tampoco ha hablado y, naturalmente, tampoco con Pablo Iglesias. Ciertamente, ninguno de ellos ha dado un paso para hablar con Rajoy y escuchar sus posiciones. No es que no haya diálogo, sino que no se quiere escuchar al otro. Da la impresión de que todos se han entregado al deporte de confundir al rival político con el enemigo mortal.
Un servidor público, un político, no puede dejarse llevar por cuestiones personales. Napoleón decía que “un hombre verdadero no odia a nadie. Su cólera y su mal humor no duran más de un minuto”. Si las urnas han ofrecido unos resultados complejos, hay que administrarlos con inteligencia y con amplitud de miras, sin resentimientos y sin fantasías ideológicas.
Es evidente que vivimos tiempos de cambios que afectan directamente a las formas de la política. Si los que tienen que ponerlos en práctica no lo consiguen, serán sustituidos por otros. Las revoluciones, decía Chateaubriand, tienen hombres para todos sus periodos, unos las siguen hasta el fin y otros las empiezan pero no las acaban. Sabía el diplomático y escritor francés, el más crítico con la Revolución de 1789, que los justicieros se los lleva por delante la justicia que ellos administraron con severidad y sin contemplaciones. Muchas cabezas revolucionarias rodaron guillotina abajo por órdenes de los revolucionarios de turno.
Veo un futuro incierto a los políticos que corren hacia el micrófono y sueltan grandes y repetitivos discursos. Hablan demasiado y sospecho que no tienen razón. Básicamente, porque no saben escuchar para construir un proyecto común, que comporta necesariamente ceder un poco de todo en todas partes y a todos.
Si no se sabe escuchar, la política se convierte en pura retórica y ficción, en un hablar por hablar que no conduce muy lejos. Si no se consigue investir presidente y si los resultados de unas próximas elecciones son aproximadamente los mismos, no podrá haber una tercera consulta inmediata. Habrá que abandonar los dogmatismos habituales y buscar puntos de encuentro para hablar, escuchar y llegar a acuerdos mínimos de gobierno. Los votantes no se equivocan y los políticos han de administrar los resultados sin tanto discurso repetitivo y con menos verdades inamovibles. La política es también tener cintura para resolver problemas inesperados y difíciles con los instrumentos que estén al alcance. No hay soluciones mágicas.