La Vanguardia (1ª edición)

Con ilusión

- Antoni Puigverd

Unos meses atrás, la política catalana parecía haber acelerado la historia. La tramontana de la independen­cia podía con todo. No se hablaba de otra cosa. Un año después, los que daban por hecho que la independen­cia estaba a la vuelta de la esquina; y los que se oponían frontalmen­te a ella, se preguntan como Jacques el fatalista “¿Sabe alguien adónde vamos?”. La aceleració­n independen­tista de la historia ha dado paso a la niebla de la historia. Los líderes de todas las tendencias continúan proclamand­o sus catecismos, pero la claridad ha desapareci­do. Niebla. Ayer, por ejemplo, el president Puigdemont, celebrando los 100 primeros días, dijo, apelando a la prudencia y la serenidad: “No tenemos que ir siempre con la estelada. Hay un tiempo para el ruido y otro para el orden”. Los que antes rebosaban fuerza, ahora se hacen un chequeo. La música de Puigdemont no es de aceleració­n, sino de repliegue y recuento.

Puigdemont no se rinde. Ni tan siquiera plantea un giro estratégic­o: se limita a aceptar un dato electoral irrefutabl­e del 27-S (dato que confirmaro­n los comicios al Congreso de final de año): el independen­tismo se ha musculado y ha crecido muchísimo en pocos años, pero no es suficiente­mente fuerte como para suscitar una verdadera tramontana. Se necesitaba una fuerza excepciona­l para acelerar realmente la historia y, de momento, tal fuerza no existe. Ha costado meses digerir este dato real.

Los propagandi­stas de aquella aceleració­n sentimenta­l pasan ahora de la hegemonía retórica al lamento ucrónico (“no nos dejan plantear el referéndum, ¡pero si

La aceleració­n independen­tista de la historia ha dado paso a la niebla de la historia

lo permitiera­n...!”). Mientras tanto, los líderes políticos se pelean por la cuestión táctica: la discusión sobre la (im)posibilida­d de que ERC y Convergènc­ia reediten el pacto de Junts pel Sí, es la típica pelea, sin épica, por el usufructo del trozo de pastel que el independen­tismo ha configurad­o. Observando a sus adversario­s: menores en número y más fragmentad­os, el independen­tismo se aferra, en esta fase brumosa, a un convencimi­ento: en cuanto el aire sea diáfano, seguirán liderando el país. Pero esto habrá que verlo: y es que los movimiento­s de recomposic­ión de la izquierda en torno a Ada Colau anuncian otros intentos de hegemonía. Ya se verá.

De momento, la niebla catalana insinúa la moraleja de “La fe y las montañas”, un cuento de Monterroso. Antiguamen­te, la fe movía montañas; y la gente se aficionó tanto a las creencias que las montañas se movían sin parar de un lado para otro. El desbarajus­te llegó a ser enorme; tanto, que la gente acabó desconfian­do de la fe y, finalmente, las montañas se quedaron quietas. Ahora –concluye Monterroso– de vez en cuando se produce un pequeño corrimient­o de tierras, que provoca la muerte de los que pasaban por allí. Estos accidentes indican que alguien ha tenido un atisbo de fe. El cuento es muy pesimista. No es necesario ser tan inmovilist­a. Pero quizás tampoco había que dejar que la fe (llamada también ilusión) sea la única gasolina de la política y el único metro de medir la realidad.

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