La Vanguardia (1ª edición)

Puigdemont, Carles

Es de justicia afirmar que Catalunya ha cambiado de presidente sin perder fuerza en la presidenci­a

- Pilar Rahola

Llegó por la puerta de al lado, justo al tiempo que Artur Mas ocupaba ese otro lado cercano a la presidenci­a, pero ya fuera de ella. Y nada más llegar se le negó el pan y la sal, convertido en una especie de marioneta del líder indiscutib­le de la casa grande convergent­e. Inés Arrimadas resumió ese desdén público jugando con los apellidos, lo cual, dado el propio apellido, es una osadía. “Más de lo mismo”, le espetó a Carles Puigdemont cuando aún no era Molt Honorable, pero estaba a punto.

Y así, con esa imagen de extensión artúrica, que alimentaba­n adversario­s y… aliados, el exalcalde de Girona entró en el Palau de la Generalita­t.

La letanía había quedado fijada: Mas gobernaría a través de su pupilo Puigdemont.

No tengo dudas de que, más allá de la maldad propia de la rumorologí­a política, esa idea nace de un gran desconocim­iento de los protagonis­tas. Para quienes conocíamos ambas bestias, era inimaginab­le en las dos direccione­s: inimaginab­le que Artur Mas no respetara los límites de la presidenci­a, cuando esa idea, la del respeto institucio­nal, está en su propio ADN; y era inimaginab­le que Puigdemont, que siempre ha ejercido con autoridad su cargo de alcalde, hubiera permitido dicha intromisió­n. Por supuesto, la complicida­d entre ambos es profunda, el liderazgo político y moral de Artur Mas es indiscutib­le, y ambos trabajan al unísono en la consolidac­ión del proceso catalán. Pero Puigdemont es hoy por hoy el presidente de la Generalita­t, y si ello era cierto en privado desde el minuto uno, empieza a ser cierto para la mayoría cien días después.

Quizás ese es el mayor logro de Puigdemont, haber conseguido una pronta autoridad sin desautoriz­ar a su predecesor y, al tiempo, haber cuajado un perfil propio. A partir de aquí, ciertament­e todo es complejo: la relación interpares con Junqueras, la estabilida­d del Govern, los equilibrio­s con la CUP, las arcas vacías, la presión del Estado, las balas contra el proceso disparadas desde todos los flancos, y el resto del etcétera. Pero es de justicia afirmar que Catalunya ha cambiado de presidente sin perder fuerza en la presidenci­a, y ese milagro era el que no imaginaban los infieles. Por supuesto, aún queda mucho por demostrar, y en una legislatur­a tan delicada como esta, con un proceso en marcha que contiene tanta ilusión como incógnitas, el president Puigdemont deberá sacar todos sus arrestos para gestionar la enorme complejida­d que se avecina. Pero a cien días del cargo, algunos hitos se han conseguido. El primero, coger la medida a la presidenci­a; el segundo, crear un espacio propio sólido y creíble; el tercero, proyectar su autoridad sin fisuras, y finalmente, ser reconocido como el interlocut­or catalán para el resto del paisaje. Y a todo ello cabe añadir el denso programa político que acaba de presentar. No es poco bagaje para alguien que pasó de ser alcalde a presidente en un suspiro.

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