La Vanguardia (1ª edición)

Vida de hotel

El factor humano te hace evocar todo aquello que olvidaste y nunca reclamaste en una habitación de hotel

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Uno de mis reportajes soñados consiste en visitar habitacion­es de hotel recién abandonada­s por sus huéspedes. No es fácil que te lo permitan. Las cadenas hoteleras aluden a sus políticas de privacidad: prefieren que no husmees en sus tripas a fin de evitar que desveles secretos, digamos “profesiona­les” o que entorpezca­s el trabajo de sus empleados. He logrado, como mucho, atisbar con disimulo tras alguna puerta entreabier­ta, cuando las camareras dejan el carrito en el pasillo como un artefacto perfecto que contiene todo lo necesario para borrar la huella de sus ocupantes.

Acaso será la sensación de provisiona­lidad o de “tiempo muerto” la que empuja a tanta gente a llenar la bañera en los hoteles y a contemplar­se desnuda en sus espejos de cuerpo entero como casi nunca hace en casa. ¿Por qué muchos dejan las toallas usadas en el suelo y las puertas de los armarios abiertas? ¿O por qué buscan desesperad­amente, antes de dormir, el chocolate en la mesilla de noche, o en su defecto el socorrido Kit Kat, que no suele faltar en el minibar? El resumen de su paso por una estancia de la que se sienten legítimos inquilinos durante unas horas se cartografí­a en unos movimiento­s apenas visibles pero muy elocuentes acerca del comportami­ento humano cuando se exilia de su intimidad.

El gran Gaston Bachelard aseguraba que sin su casa “el hombre sería un ser disperso. Lo sostiene a través de las tormentas del cielo y de las tormentas de la vida”. La habitación de hotel multiplica ese efecto, pues ofrece una promesa de seguridad y de vida subrogada, aunque sea efímera. Basta un cartel en la puerta –ese “No molestar” que significa tantas cosas– para sentirse a salvo. No obstante, cuando cae la tarde y el cuarto queda en penumbra, la soledad se llena de sombras. Enciendes la luz de la mesilla, pero la estancia cobra un aire irreal y desenfocad­o.

Hace unos días se viralizaba una nota que un cliente dejó en la cama: “Si encuentras esto, significa que no han cambiado las sábanas”. Como huésped frecuente, a menudo me he encontrado algunos intrusos: unos mocasines bajo la cama, unas lentillas en la caja fuerte o un jarabe en el minibar. El descubrimi­ento te paraliza: sientes que son objetos ilegítimos que invaden tu sensación inmaculada de ser la única dueña –provisiona­l– de aquel espacio. Pero el factor humano te hace evocar todo aquello que olvidaste y nunca reclamaste en una habitación de hotel, y te preguntas quién llevará tu perfume o saldrá a la calle con tus gafas de sol, qué parte de ti abandonast­e descuidada­mente en la habitación de un hotel donde mezclaste intimidad con melancolía, libertad con temor, cama grande con sexo, carta de almohadas con dolor de cuello.

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