Dos libros con árboles
Convencido de que una cosa hermosa es un motivo de dicha para siempre (y de que un buen libro es ambas cosas a la vez: belleza encerrada y goce latente), quiero recomendar dos de las obras catalanas que más me han gustado en los últimos meses. Sus autores comparten nombre y casi edad: Joan Cavallé (1958) y Joan Pons (1960). Por lo demás, ambos libros hablan de árboles.
Cavallé ha publicado Els arbres no es poden moure, Angle Editorial, una novela de formación, según fórmula común: a saber, aquella que nos presenta a un personaje que cambia sustancialmente de la primera a la última página. Libros de ese tipo, cuando son buenos, como es el caso, nos impresionan, porque el autor dejó en ellos algo profundo y valioso, que reconocemos y nos emociona. Recordemos, por ejemplo, El pequeño héroe, de Dostoyevski, o Sylvie, de Nerval.
El protagonista, Carlets, vive una serie de aventis no precisamente extraordinarias. Se trata de un libro de gran sensibilidad, en el que la naturaleza recupera, para nuestro disfrute, la riqueza de su léxico, y en que el ritmo de la frase parece reflejar la paciencia de tantos procesos naturales. Un secreto inconfesable; un episodio trágico, al final, que precipita la historia y hace crecer el ritmo... Un título espléndido, sobre todo por la manera en que Cavallé nos cuenta las distintas peripecias.
El segundo libro, L’illa dels arbres vençuts, Adia Edicions, constituye el bautizo lírico de un magnífico narrador, con una obra muy consistente a sus espaldas: Joan Pons. Cada uno de los poemas del menorquín está hecho de infinidad de capas de sentido, e impregnado de simbolismo. Las dos ideas vertebrales de la obra son la del regreso a la isla (y, asimismo, la de volver a cavar en la memoria personal de Menorca) y la de la muerte. Ambas, ideas que me traen a las mientes el recuerdo de algunos grandes poetas que trataron antes que Pons la memoria rural y sus implicaciones. Mentaré a dos en concreto: el irlandés Patrick Kavanagh y el galés R.S. Thomas.
El estreno poético de Pons no podía ser más satisfactorio. Sus árboles vencidos son los acebuches menorquines, dramáticamente doblados por la acción del viento. En ambos libros, conviven el goce del aprendizaje vital y la consternación al descubrir el dolor y la muerte. Pueden hacer felices a muchos lectores. ¡Conmigo lo consiguieron!