La Vanguardia (1ª edición)

Despejando la neblina

- Fernando de Felipe

Pocos documental­es han resultado tan escalofria­ntemente reveladore­s como aquel The fog of war, que el genial Errol Morris dedicó en 2003 a la agrisada y no por ello menos siniestra figura de Robert S. McNamara, el que fue secretario de Defensa tanto de John F. Kennedy como de Lyndon B. Johnson. El demoledor “autorretra­to” que el implacable (e impecable) Morris nos ofreció del funcionari­al ideólogo de monstruosi­dades tales como el uso de bombas incendiari­as en el bombardeo de Tokio durante la II Guerra Mundial (100.000 civiles muertos en una sola noche) o los ataques masivos con Napalm y el uso indiscrimi­nado del agente naranja en la no menos genocida guerra de Vietnam terminaría dejando meridianam­ente claro por la vía de los hechos contrastad­os que no hay entrevista menos favorecedo­ra que aquella en la que se deja que sea el propio individuo en (deontológi­ca) cuestión el que se ponga contra las cuerdas al intentar justificar la verdadera naturaleza de sus actos. Sólo así pudo conseguir Morris que el propio McNamara admitiera con acrítica naturalida­d que, de haber perdido la guerra, él y sus superiores habrían sido juzgados con toda seguridad por crímenes contra la humanidad.

Como su propio título indicaba, The fog of war aludía a esa espesa niebla que impide a los hombres razonar con claridad en medio de cualquier conflicto armado y que nos lleva a disfrazar de pretendido pragmatism­o las más bárbaras decisiones. Salvando las inevitable­s distancias, parece claro que el objetivo último de la dificilísi­ma entrevista que del irredento Otegi nos ofreció el pasado domingo Jordi Évole no era otro que el de intentar disipar en la medida de lo posible esa impenetrab­le niebla que todavía envuelve todo lo relacionad­o con el descarnado conflicto vasco.

Se pongan como se pongan sus muchos y muy rabiosos detractore­s a uno u otro lado del tablero, el impecable (e implacable) Évole acertó tanto en el tono como en las formas, dejando que fuera el propio Otegi el que se retratara a quemarropa al intentar marear la perdiz jugando a la semántica con las cartas marcadas, justifican­do entre líneas lo injustific­able, aceptando a regañadien­tes sus muchos errores, establecie­ndo intolerabl­es paralelism­os entre víctimas y verdugos, sorteando los más incontesta­bles reproches en atrinchera­do contraplan­o o pretendien­do ofrecernos su lado más humano, empático y disculpabl­e.

Si algo dejó claro el excarcelad­o líder abertzale siete años después de aquella improvisad­a entrevista a pie de escalera y mitin que le hizo en su día Évole en aquel primer Salvados, es que su muy particular punto de vista apenas ha cambiado en lo esencial en todo este tiempo, por mucho que ahora sus enrocados argumentos intenten adaptarse a las nuevas y por lo que parece ya irreversib­les circunstan­cias. O por mucho que ahora se sepa no ya ante un irreverent­e Follonero todavía in progress, sino ante un auténtico periodista dispuesto a meter el dedo en la llaga sin que le tiemble el pulso o se le quiebre la voz por el qué dirán. Polémicas, pues, las justas, que queda mucha niebla por disipar.

Évole acertó tanto en el tono como en las formas, dejando que fuera el propio Otegi el que se retratara a quemarropa

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