Despejando la neblina
Pocos documentales han resultado tan escalofriantemente reveladores como aquel The fog of war, que el genial Errol Morris dedicó en 2003 a la agrisada y no por ello menos siniestra figura de Robert S. McNamara, el que fue secretario de Defensa tanto de John F. Kennedy como de Lyndon B. Johnson. El demoledor “autorretrato” que el implacable (e impecable) Morris nos ofreció del funcionarial ideólogo de monstruosidades tales como el uso de bombas incendiarias en el bombardeo de Tokio durante la II Guerra Mundial (100.000 civiles muertos en una sola noche) o los ataques masivos con Napalm y el uso indiscriminado del agente naranja en la no menos genocida guerra de Vietnam terminaría dejando meridianamente claro por la vía de los hechos contrastados que no hay entrevista menos favorecedora que aquella en la que se deja que sea el propio individuo en (deontológica) cuestión el que se ponga contra las cuerdas al intentar justificar la verdadera naturaleza de sus actos. Sólo así pudo conseguir Morris que el propio McNamara admitiera con acrítica naturalidad que, de haber perdido la guerra, él y sus superiores habrían sido juzgados con toda seguridad por crímenes contra la humanidad.
Como su propio título indicaba, The fog of war aludía a esa espesa niebla que impide a los hombres razonar con claridad en medio de cualquier conflicto armado y que nos lleva a disfrazar de pretendido pragmatismo las más bárbaras decisiones. Salvando las inevitables distancias, parece claro que el objetivo último de la dificilísima entrevista que del irredento Otegi nos ofreció el pasado domingo Jordi Évole no era otro que el de intentar disipar en la medida de lo posible esa impenetrable niebla que todavía envuelve todo lo relacionado con el descarnado conflicto vasco.
Se pongan como se pongan sus muchos y muy rabiosos detractores a uno u otro lado del tablero, el impecable (e implacable) Évole acertó tanto en el tono como en las formas, dejando que fuera el propio Otegi el que se retratara a quemarropa al intentar marear la perdiz jugando a la semántica con las cartas marcadas, justificando entre líneas lo injustificable, aceptando a regañadientes sus muchos errores, estableciendo intolerables paralelismos entre víctimas y verdugos, sorteando los más incontestables reproches en atrincherado contraplano o pretendiendo ofrecernos su lado más humano, empático y disculpable.
Si algo dejó claro el excarcelado líder abertzale siete años después de aquella improvisada entrevista a pie de escalera y mitin que le hizo en su día Évole en aquel primer Salvados, es que su muy particular punto de vista apenas ha cambiado en lo esencial en todo este tiempo, por mucho que ahora sus enrocados argumentos intenten adaptarse a las nuevas y por lo que parece ya irreversibles circunstancias. O por mucho que ahora se sepa no ya ante un irreverente Follonero todavía in progress, sino ante un auténtico periodista dispuesto a meter el dedo en la llaga sin que le tiemble el pulso o se le quiebre la voz por el qué dirán. Polémicas, pues, las justas, que queda mucha niebla por disipar.
Évole acertó tanto en el tono como en las formas, dejando que fuera el propio Otegi el que se retratara a quemarropa