El valor de los ausentes
Entre las novedades que mañana ocuparán las calles está La última posada (Acantilado). Puede parecer el clásico dietario de decadencia, pero, a diferencia de otros ejemplos del mismo género, este lo ha escrito Imre Kertész y es una obra profundamente literaria, que utiliza la apariencia de dietario de un modo instrumental. Kertész murió hace unos meses y adivinó la dimensión póstuma de su libro. El escritor protagonista hace una crónica de los años de primera decrepitud, con la aparición del parkinson y las secuelas de la vejez entendida como oficina de facultades perdidas. El texto abarca los años previos a la concesión del Nobel, la concesión propiamente dicha y la onda expansiva que provoca recibirlo. El valor argumental de este ingrediente es relevante pero hay otros: viajes, música, la atormentada relación con las reacciones que provocan sus libros más conocidos, centrados en la supervivencia de los campos de Buchenwald y Auschwitz y una condición de judío intervenida por envidias y ruindades.
El elemento que unifica momentos biográficos y estados de ánimo (sobre todo depresivos) es la franqueza. Se trata de una franqueza implacable, que incluye ataques de vanidad acrítica y descripciones demoledoras que nunca buscan el camino fácil del sarcasmo. La fragmentación de la crónica ayuda a entender las contradicciones de un premio como el Nobel: el dinero te soluciona la vida pero las exigencias sociales que conlleva te la pueden arruinar. “Recuperarme de los daños que me ha causado el premio Nobel como si nada hubiera ocurrido. La popularidad repugnante, ridícula y agresiva después de que durante décadas Hungría ni siquiera supiera que existía. (Aparte de las autoridades policiales)”, escribe. El rencor que supuran estas líneas también definen a un escritor de energía y cultura titánicas, atrapado entre el esfuerzo de hacerse inmune a los odios que concita pero también al pánico a que los halagos castren su creatividad. De sus viajes a España recuerda la simpatía de Eduardo Mendoza y la desmesura de Juan Cruz. Y sobre Barcelona, escribe: “No fue aburrida la visita a la ciudad, los maravillosos edificios de Gaudí, y Vallcorba, su hospitalidad, su personalidad frágil y conmovedora”. Vallcorba es Jaume Vallcorba, editor de los mejores libros de Kertész. Me detengo en los adjetivos frágil, conmovedora. Envidio la capacidad de los grandes escritores para, sin inventar nada, ampliar la visión del mundo de sus lectores. Si los que conocimos a Vallcorba nos reuniéramos para definirlo, difícilmente se nos ocurrirían los adjetivos que, con acierto y talento, escoge Kertész. Y, como un puñetazo, recupero el último Sant Jordi con Vallcorba, el del 2014. Habíamos quedado con él en la plaza Catalunya pero no llegaba. Lo llamamos y notamos que estaba desorientado (entonces aún no sabía qué mal le estaba consumiendo con emboscadas brutales e imprevisibles). Por teléfono, Sandra le fue hablando hasta que, medio divertidos y medio asustados, acabamos encontrándonos. Kertész tiene razón: la alegría de Jaume al ver a Sandra era la de un hombre frágil y conmovedor.
El dinero del premio Nobel te soluciona la vida, pero las exigencias que comporta te la pueden arruinar