Maíllo sublima el ruido y la furia mediterráneas en ‘Toro’
El filme abrió ayer el Festival de Málaga, fuera de concurso
El segundo filme de Kike Maíllo, Toro –que abría ayer, fuera de concurso, el Festival de Málaga al tiempo que llegaba a los cines–, padece ese regalo envenenado que son unas expectativas desaforadas –desde el inicio del rodaje, el mundillo ya la trataba en términos antológicos–. El filme se repone a tanto augur de la excelencia reconvertido en heraldo del desgrado una vez se asume que Toro no ha venido a cambiar la historia del film noir español, si acaso, ha venido a afianzar un singular momento feliz del género. Relajado el gesto, es mucho más fácil apreciar sus virtudes, que pivotan en torno a tres atributos. El primero es convertir los paisajes más decadentes de la Costa del Sol “en un escenario de ciencia ficción”, en palabras de su director. “Aunque no sea una película de ciencia ficción como lo era Eva, desde el principio tuvimos claro que los escenarios tendrían un papel ballardiano”, en alusión al novelista James Graham Ballard, lo que trasciende el relato local en beneficio de una ambiciosa alegoría sobre el fragor de las grúas y del turismo –y su inseparable compañera, la corrupción, financiera y humana– en la España mediterránea. Un lugar que existe pero que, bajo la mirada de Maíllo, prefiere convertirse en una abstracción impertinente de la debacle civil que el ruido de las hormigoneras y la furia del dinero fácil trajeron al país.
La segunda peculiaridad del relato sobre el capo Romano (José Sacristán) y sus secuaces, el pícaro y frágil López (Luis Tosar) y su hermano menor, el violento pero renuente Toro (Mario Casas) es que explora “la dimensión shakespeariana del crimen organizado”, colándose por las brechas que abrió la saga clásica de Francis Ford Coppola: no se trata tanto de ganarse los favores del capo como peaje innegociable de ascenso al poder, sino de convertirse en el hijo favorito del pater familias. Tal es el carisma de este personaje de Sacristán que hace que la pugna por
El cineasta retrata la Costa del Sol como abstracción de la debacle civil que supuso el ‘ladrillazo’
una eventual sucesión sea una historia de celos fraternos en pos del amor y las bendiciones del patriarca –y al revés, la pulsión del padre por dar con un heredero que sea un igual, alguien digno de heredar sus dominios–, mucho más que una lucha por el poder dentro de la organización mafiosa que capitanea. En tercer lugar, la película, sin sa- lirse del arquetipo de la historia del gángster que pretende huir del laberinto de sangre –la que vemos en Retorno al pasado (1947), de Jacques Tourneur; Atrapado por su pasado ( 1993), de Brian de Palma, o Una historia de violencia ( 2005), de David Cronenberg, por citar algunas de las que han contribuido a fijar el canon–, acierta a encarnar en sus tres protagonistas un conflicto generacional que hoy recorre el país, en lo político como en lo social: los padres fundadores, acaudalados cofrades mayores de esencias patrias obsoletas que sobreviven amparadas en el fariseísmo social; los herederos de esas conquistas de antaño, de sus salones de moqueta y pan de oro, legatarios astutos pero pusilánimes. Y, por fin, la generación del expolio, enajenada de sus derechos y señoríos, descreída de la antigua gloria y de sus símbolos, y obligada, en fin, a elegir entre la derrota de un destierro pacífico o la toma a sangre y fuego del viejo mundo y de sus pecaminosos palacios.