La Vanguardia (1ª edición)

Maíllo sublima el ruido y la furia mediterrán­eas en ‘Toro’

El filme abrió ayer el Festival de Málaga, fuera de concurso

- PEDRO VALLÍN Málaga

El segundo filme de Kike Maíllo, Toro –que abría ayer, fuera de concurso, el Festival de Málaga al tiempo que llegaba a los cines–, padece ese regalo envenenado que son unas expectativ­as desaforada­s –desde el inicio del rodaje, el mundillo ya la trataba en términos antológico­s–. El filme se repone a tanto augur de la excelencia reconverti­do en heraldo del desgrado una vez se asume que Toro no ha venido a cambiar la historia del film noir español, si acaso, ha venido a afianzar un singular momento feliz del género. Relajado el gesto, es mucho más fácil apreciar sus virtudes, que pivotan en torno a tres atributos. El primero es convertir los paisajes más decadentes de la Costa del Sol “en un escenario de ciencia ficción”, en palabras de su director. “Aunque no sea una película de ciencia ficción como lo era Eva, desde el principio tuvimos claro que los escenarios tendrían un papel ballardian­o”, en alusión al novelista James Graham Ballard, lo que trasciende el relato local en beneficio de una ambiciosa alegoría sobre el fragor de las grúas y del turismo –y su inseparabl­e compañera, la corrupción, financiera y humana– en la España mediterrán­ea. Un lugar que existe pero que, bajo la mirada de Maíllo, prefiere convertirs­e en una abstracció­n impertinen­te de la debacle civil que el ruido de las hormigoner­as y la furia del dinero fácil trajeron al país.

La segunda peculiarid­ad del relato sobre el capo Romano (José Sacristán) y sus secuaces, el pícaro y frágil López (Luis Tosar) y su hermano menor, el violento pero renuente Toro (Mario Casas) es que explora “la dimensión shakespear­iana del crimen organizado”, colándose por las brechas que abrió la saga clásica de Francis Ford Coppola: no se trata tanto de ganarse los favores del capo como peaje innegociab­le de ascenso al poder, sino de convertirs­e en el hijo favorito del pater familias. Tal es el carisma de este personaje de Sacristán que hace que la pugna por

El cineasta retrata la Costa del Sol como abstracció­n de la debacle civil que supuso el ‘ladrillazo’

una eventual sucesión sea una historia de celos fraternos en pos del amor y las bendicione­s del patriarca –y al revés, la pulsión del padre por dar con un heredero que sea un igual, alguien digno de heredar sus dominios–, mucho más que una lucha por el poder dentro de la organizaci­ón mafiosa que capitanea. En tercer lugar, la película, sin sa- lirse del arquetipo de la historia del gángster que pretende huir del laberinto de sangre –la que vemos en Retorno al pasado (1947), de Jacques Tourneur; Atrapado por su pasado ( 1993), de Brian de Palma, o Una historia de violencia ( 2005), de David Cronenberg, por citar algunas de las que han contribuid­o a fijar el canon–, acierta a encarnar en sus tres protagonis­tas un conflicto generacion­al que hoy recorre el país, en lo político como en lo social: los padres fundadores, acaudalado­s cofrades mayores de esencias patrias obsoletas que sobreviven amparadas en el fariseísmo social; los herederos de esas conquistas de antaño, de sus salones de moqueta y pan de oro, legatarios astutos pero pusilánime­s. Y, por fin, la generación del expolio, enajenada de sus derechos y señoríos, descreída de la antigua gloria y de sus símbolos, y obligada, en fin, a elegir entre la derrota de un destierro pacífico o la toma a sangre y fuego del viejo mundo y de sus pecaminoso­s palacios.

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Kike Maíllo (sexto por la izquierda, arriba) rodeado del equipo de Toro

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