La Vanguardia (1ª edición)

Samba corrupta

La propiedad de un piso de veraneo es uno de los elementos de sospecha de corrupción del expresiden­te brasileño

- ANDY ROBINSON Guaruja Enviado especial

El tríplex del edificio Solaris, en primera línea de mar de la playa de Guaraja, que los jueces investigan si pertenece o no a Luiz Inácio Lula da Silva puede llevar a la cárcel al expresiden­te brasileño.

El edificio Solaris, de catorce plantas en primera línea de la playa de Guaraja, tiene un tríplex en los últimos pisos que puede, o puede que no, pertenecer a Luiz Inácio Lula da Silva. No es un asunto solamente de interés turístico. Si los jueces comprueban que el apartament­o es, en efecto, propiedad del ex presidente, es posible que Lula vaya a la cárcel por aceptar un soborno, concretame­nte las reformas de medio millón de euros realizadas en el apartament­o por las constructo­ras OAS y Odebrecht. Ambas firmas están involucrad­as en el caso Petrobras, el mega escándalo de corrupción investigad­o por el intrépido juez Sergio Moro.

“Nunca hemos visto a Lula y su mujer pero sabemos que el piso es suyo”, dijo un vecino de pelo blanco y piel bronceada que paseaba con su mujer mientras un grupo de niños delgados hacían carreras en bicicleta sobre la arena, dura como cemento tras la bajada de la marea.

¿Cómo saben que es de Lula? “Porque lo dice la Rede Globo”, respondió en referencia al poderoso grupo de comunicaci­ón al que Lula acusa de organizar una campaña mediática contra el Partido de los Trabajador­es (PT) .

Era una respuesta típica de la clase media brasileña convencida de que Lula es culpable de este delito y muchos más tras una implacable campaña mediática. Lula insiste en que el apartament­o no es suyo sino de un amigo. Aunque se compruebe que él es el dueño, parece un delito bastante menor dada la envergadur­a de la red de sobornos multimillo­narios que salpica a toda la clase política en Brasil y a todos los partidos. Pero al tratarse de Lula, podría ser el más polémico de todos.

La semana que viene se sabrá si Lula, nombrado ministro por Dilma hace dos semanas, puede disfrutar del estatus de aforado (con lo que el Tribunal Supremo se haría responsabl­e del caso). Si el tribunal decide que su nombramien­to no es constituci­onal, es posible que el juez dicte prisión preventiva. Para quienes creen que Dilma y el PT son víctimas de un golpe sin tanques, la inculpació­n de Lula –que tantea presentars­e para las elecciones del 2018– serviría para rematar la faena.

La historia sería materia para una coproducci­ón de House of cards con la próxima telenovela brasileña... Pero el apartament­o tríplex en Guaruja no sólo demuestra hasta qué punto están dispuestos a llegar los fiscales brasileños sino que sirve de ventana también para contemplar los conflictos de clase que caracteriz­an una sociedad dividida desde hace siglos por abismales brechas sociales.

Guaruja es el destino veraniego de las clases populares de Sao Pau- lo. Abundan las tiendas de recuerdos kitsch y churrasque­rías con letreros que rezan “Aquí tem pinga bom” (Hay cachaça-ron buena). Vendedores ambulantes arrastran sus carros de tamales gritando: “Pamonha quentinho”.

El hecho de que Lula –que nació en la extrema pobreza en el nordeste de Brasil antes de migrar a Sao Paulo y hacerse líder del sindicato del metal– opta por veranear aquí en lugar de las selectas playas más al norte, es significat­ivo. “Se habla de la democracia de las playas en Brasil pero es un mito”, afirma Julia O’Donnell, autor del libro La invención de Copacabana.

La diferencia social entre Guaruja y las playas de élite como Paraty, con su casco antiguo colonial, Angra dos Reis o Buzios, hasta salió a relucir en las grabacione­s telefónica­s filtradas a los medios por el juez Moro para justificar la investigac­ión a Lula. En una de las conversaci­ones grabadas, habla con Lula el alcalde de Río de Janeiro, Eduardo Paes, que reprende en tono irónico al ex presidente por veranear en Guaruja. “Usted no ha perdido su alma de pobre”, dice Paes. “Es una mierda de lugar”, añade. “Deberías ir a Angra”, bromea. Se trata de la playa más selecta de todas donde un enorme yate del magnate Eike Batista recorre las aguas turquesas y las islas privadas. Aquí veraneaba el antecesor de Lula, Fernando Henrique Cardoso, un presidente de otra estirpe.

Lula es consciente del poder de su ejemplo para millones de excluidos brasileños. “Aprendí vendiendo en la parada de autobús, pero yo no tengo complejo de perro callejero”, dijo en un discurso brillante horas después de ser interrogad­o por los fiscales el pasado 4 de marzo. Para las élites, “todo el mundo puede, menos ese metalúrgic­o de mierda”, añadió sintonizan­do con el resentimie­nto de una clase popular que contempla callada e impotente a las más acomodadas desde las favelas y las periferias. “Ellos (las élites) parten de la premisa de que el pobre nace para comer con los animales”, prosiguió Lula. “Yo quiero comer cosas ricas”. Defendió a sus hijos, uno de los cuales se ha hecho millonario en el mundo empresaria­l. Pidió más respeto por su mujer, Marisa, “que era asistenta doméstica antes de que esos fiscales hubieran trabajado jamás (…). Califican como corrupción un barco de 4.000 reales (1.000 euros) de doña Marisa; yo le regalaría un yate”.

Y remató el contraataq­ue con una referencia al apartament­o en Guaruja: “Es de un amigo porque los enemigos no me dejan nada. Más quisiera yo que el dueño de O Globo me ofreciera quedarme en su tríplex en Paraty”.

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ERALDO PERES / AP Partidario­s del proceso de destitució­n de la presidenta Dilma Rousseff, la semana pasada, con un enorme cartel alusivo al tríplex de Guaruja
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