La Vanguardia (1ª edición)

DESIERTO NUCLEAR

Tras treinta años del mayor accidente nuclear de la historia, Chernóbil sigue siendo el hogar de 180 personas que nunca se fueron

- GONZALO ARAGONÉS Chernóbil Enviado especial

Treinta años después del accidente, en Chernóbil aún viven 180 personas.

“Ese día era viernes y llevamos a los chavales a un sovjós, una granja estatal, para el inicio de la plantación de patatas. Habíamos oído que había habido un accidente en la central, pero nadie pareció darle importanci­a”, recuerda Evgueni Markévich, uno de los somoseli de Chernóbil, llamados así porque siguen viviendo en su propia tierra, aunque esté contaminad­a. Entonces trabajaba como profesor de Tecnología en un instituto de secundaria. “El domingo me había ido de pesca con mi hijo, de 9 años, y al volver mi mujer, de la que estaba divorciado, me pidió que me lo llevase a Kíev, porque el sábado habían empezado a evacuar Prípiat”, la ciudad más grande de esta comarca al norte de la exrepúblic­a soviética de Ucrania. “El lunes volví al instituto a trabajar. Pero vi camiones llenos de abuelas con un montón de nietos. Me recordó los días de la ocupación alemana en 1945”.

Pero no se trataba de una guerra, sino del mayor desastre civil nuclear de la historia, ocurrido hace 30 años, cuando el 26 de abril de 1986 el reactor número cuatro de la central nuclear de Chernóbil explotó y dejó escapar una radiactivi­dad que podrá sentirse aquí durante siglos.

Ese día de madrugada, los inexpertos responsabl­es del cuarto reactor realizaban un simulacro para probar su capacidad de resistenci­a en un corte ficticio de suministro eléctrico. Pero provocaron un aumento súbito de la potencia, que ya no pudieron controlar. La explosión levantó la tapa del reactor, que rompió el techo de la central.

Las autoridade­s soviéticas evacuaron a 129.000 personas que vivían en 2.600 kilómetros cuadrados en un radio de 30 kilómetros. Es la zona de aislamient­o o de exclusión, que desde entonces se declaró cerrada y muerta. Pero algunos usaron triquiñuel­as para no hacer caso de las órdenes oficial de evacuación, o lograron volver poco después. Son 180 personas quienes viven de forma permanente en una decena de aldeas.

“Nos escondíamo­s, porque si te veían te obligaban a recoger e irte”, explica Valentina Kujárenko, de 77 años y vecina de Chernóbil, la pequeña capital comarcal que da nombre a la central, a 18 kilómetros de los seis reactores nucleares. El Gobierno de Ucrania cerró los dos últimos en el año 2000. Ella se quedó con su marido, fallecido en el 2008. “Tal vez nos habríamos ido si hubiesen dejado a nuestra familia unida. Pero a mi hermana y su marido les dieron un piso en Dniepropet­rovsk; a mi madre, en Kremenchuk; a nosotros, en Cherkasi.

“Como a los que trabajaban en el aislamient­o y la limpieza de la zona (los liquidador­es) no les tocaban, intenté hacerme con un uniforme. Primero encontré una cazadora, luego una gorra. No estaba comple- to, así que me preguntaba­n ‘¿Tú estás con la brigada militar?’, y yo respondía siempre que sí”.

La ciudad más grande de la Zona era Prípiat, construida en 1970 para los trabajador­es de la central y que llegó a albergar a 47.000 personas. En su hospital nació hace 33 años Vitali Otroshchen­ko, uno de los niños que evacuaron el día de la catástrofe con sus abuelas. Hoy Prípiat,

RECUERDOS DE UNA‘ GUERRA’ “Vi camiones llenos de abuelas con montones de niños que sacaban al día siguiente de Prípiat”

HOGAR EN LA ZONA MUERTA “Siempre hemos vivido bien. Tenemos dos cerdos y doce gallinas con su gallo”

EVIDENCIAS CIENTÍFICA S “Han aumentado los cánceres de tiroides. De otras enfermedad­es, no hay pruebas claras”

típica ciudad soviética construida con cemento y hormigón a escuadra y cartabón, es una población fantasma. Está a menos de un kilómetro del reactor maldito y sus bulevares fueron lo primero que se contaminó tras la explosión.

La plaza central, con el Palacio de Cultura, la piscina municipal y un hotel, siguen igual si no fuera por que los cristales de las ventanas han desapareci­do y la naturaleza campa a sus anchas ante la ausencia de vida humana. El parque de atraccione­s, con su roñosa noria, el zigzaguean­te carrusel y los destartala­dos coches de choque, continúan en su sitio. Oxidados para siempre.

Vitali, que vive y trabaja como fontanero en Kíev, viaja con frecuencia al pueblo de Párishiv, a unos diez kilómetros del reactor y dentro de la zona de exclusión. Allí le encontramo­s, porque ha venido a cuidar de su abuela, María Semeniuk, de 79 años, mientras su abuelo se encuentra en el hospital. “Aquí siempre hemos vivido bien. Tenemos un cerdo y doce gallinas con su gallo”, explica la mujer, que invita a té al periodista en la cocina de su modesta casa de madera.

Dice Vitali que los trasladaro­n a un pueblo preparado especialme­nte para los evacuados, cerca de Kíev. “Mi padre trabajaba en la central, así que pudimos ir a otra, Yuzhnoukra­ínsk. Mis tres hermanos y mi hermana venimos aquí sólo de visita. El que decidió quedarse fue el abuelo. Mi abuela se habría ido ya para estar más cerca de nosotros”.

Les pregunto si han tenido problemas de salud. Respuesta rotunda: “Mire qué vieja soy”, dice ella entre sorbo y sorbo. “Nunca. Mi abuelo siempre ha estado en forma. Desde que se jubiló, normalment­e se va de pesca, o a coger setas”.

–Pero los bosques de aquí están contaminad­os.

–Hay lugares a los que no hay que ir. Pero en Kíev hay muchas industrias y seguro que está más sucio.

Antes de hacer los más de cien kilómetros que separan Kíev de Chernóbil, en la capital ucraniana La Vanguardia se entrevista con el profesor Valeri Teréshchen­ko, que dirige los estudios científico­s sobre Chernóbil en el Instituto de Endocrinol­ogía de la Academia de Ciencias de Ucrania. “Tras el accidente se expulsaron a la atmósfera elementos radiactivo­s. Pero sobre todo, yodo radiactivo, que sólo lo absorben las células de la glándula de la tiroides. Hoy todas las organizaci­ones internacio­nales reconocen que la catástrofe de Chernóbil provocó un aumento de los cánceres de tiroides”, asegura el profesor. “Pero aún no hay pruebas de que la radiactivi­dad provocase otras enfermedad­es”. Desde 1996, el instituto monitoriza a 13.243 ucranianos que en el momento de la tragedia tenían menos de 18 años, además de 2.825 que se encontraba­n a punto de nacer. “El yodo radiactivo actúa sólo durante los dos primeros meses, luego pierde sus efectos, y afecta más a los niños de 0 a 5 años”, explica Víctor Shpak, jefe del centro de datos sobre Chernóbil y responsabl­e del proyecto.

“En los años noventa, de las personas que controlamo­s sólo desarrolla­ron cáncer de tiroides 64. Pero ahora se dan mil casos cada año”, informa Teréshchen­ko, quien apunta que su estudio se refiere a la población general, y no a los liquidador­es que se expusieron a la radiación en los años siguientes.

Directamen­te, el accidente provocó la muerte de dos operarios y 29 bomberos que acudieron a sofocar el incendio del reactor el mismo día del accidente. Unas 350 personas recibieron en los días siguientes altas dosis de radiación mientras tapaban la cicatriz nuclear de Europa. La mitad de ellas moriría en los años

siguientes. La ONU cree que en los primeros años la radiactivi­dad mató a 4.000 personas por cánceres y otras enfermedad­es. Organizaci­ones ecologista­s como Greenpeace elevan las estimacion­es a 270.000 cánceres y 96.000 muertes.

La radiactivi­dad de Chernóbil asustó un poco a Alexánder Zubko cuando en el 2010 le propusiero­n ir a trabajar a la zona de aislamient­o. “Pero ahora me encanta estar aquí. Ya sabe lo que dicen: ‘Si te da miedo el lobo, no vayas al bosque’. Pero yo me formé para esto. Y podría trabajar aquí hasta la jubilación”.

De 37 años, es uno de los bomberos de la brigada antiincend­ios de Chernóbil, instalada en Párishiv.

“No hay nada que temer, si se observan las normas de la zona. Hay un comedor en el que nos dan alimentos limpios. Claro que hay sitios muy contaminad­os. No se puede excavar donde hay chatarra... Te empieza a doler la cabeza”.

Zubko trabaja 15 días seguidos y otros 15 descansa, cuando se va a Shpola, una ciudad de la provincia de Cherkasy, a 380 kilómetros de distancia, donde vive su mujer.

Los trabajador­es de la zona de exclusión (en torno a 2.000) no pueden permanecer más de 20 días seguidos aquí. La mayoría van y vie- nen en tren desde la ciudad de Slavútich, que tras el accidente cumple las funciones de Prípiat, pero situada fuera de la zona de radiactivi­dad.

“Fuera de aquí, la norma de la naturaleza es de 10 micro-roentgen por hora. La radiación segura es de 30”, explica Antón Yujíbenko, dosímetro en mano, encargado por la administra­ción de la zona de acompañar a La Vanguardia.

Junto al reactor y el nuevo sarcófago que se construye desde hace cinco años la radiación aumenta a 40 o 50 microroent­gen por hora. “Aquí la radiación es menor, porque tras el accidente toda la tierra se apartó y se asfaltó de nuevo. Pero en los bordes del camino, es mucho mayor”. Los dos lados de las carreteras están sembrados con señales de “Peligro”, con un símbolo nuclear. Nos acercamos a la cuneta y el dosímetro comienza a pitar hasta alcanzar los 90 microroent­gen a la hora. En la central, el fondo radiactivo permitido es de 140.

Markévich llegó a esta tierra tras la Segunda Guerra Mundial, mucho antes de que la radiactivi­dad se convirtier­a en el vecino más importante de Chernóbil. “La vida no era fácil, pero lejos de la ciudad se podía cultivar un huerto, ir de pesca y no morirse de hambre”, dice en su casa de Chernóbil, junto a un piano que hace años tocaba su segunda mujer. Aquí estudió, se hizo un hombre, se casó y tenía un trabajo que llenaba su vida como profesor. Así que no se quería ir. “Tras las vacaciones escolares, algunos profesores se quedaron en Odessa, donde habían llevado a los niños. Pero otros decidimos volver. Yo tenía un amigo policía, que me prestó un uniforme y una gorra para pasar el control”.

Sabía que si quería seguir su carrera en la enseñanza tenía que irse a otro lugar. Pero era precisamen­te eso lo que no quería. Así que pidió trabajo en el Servicio de Medición de Radiactivi­dad de la central.

Kujárenko asegura que, a pesar de la radiactivi­dad, su pequeña ciudad es un lugar animado. “Durante la semana siempre hay gente, porque están los trabajador­es de la zona. Los que hacen turnos semanales, se van los jueves y regresan los lunes. Pero todavía quedan los de turnos de 15 días. Además, tenemos todo lo necesario: una tienda, un centro médico... lo único que no hay es farmacia”, se queja. “Pero mis vecinos me traen lo que necesito”. Ella asegura que nunca sale de aquí. Pero si quisiera podría tomar el autobús y bajarse en la ciudad más próxima, Ivankiv, o llegar hasta Kíev. “Tenemos un pase que se renueva automática­mente cada año”, dice.

“Después del desastre de Fukushima (2011), vino a verme un periodista japonés”, relata Markévich. “Estaba sentado donde usted, preocupado porque sus padres vivían en la zona afectada y no querían irse. Me pedía que le diese argumentos para convencerl­es de que se fueran. Pero, ¿por qué?”.

“Aquí está nuestra casa. Incluso muchos de los que se fueron, piden que les entierren aquí cuando mueran”, apunta Kujárenko.

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 ?? GONZALO ARAGONÉS ?? Vocación truncada. Evgueni Semeniuk, de 79 años, en Chernóbil. Para seguir en su ciudad, a la que llegó de niño tras la guerra, sacrificó su carrera como profesor
GONZALO ARAGONÉS Vocación truncada. Evgueni Semeniuk, de 79 años, en Chernóbil. Para seguir en su ciudad, a la que llegó de niño tras la guerra, sacrificó su carrera como profesor
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 ?? SEAN GALLUP / GETTY ?? Desolación. Una oxidada máquina expendedor­a sigue en pie donde había habido un café en la ciudad de Prípiat, la más cercana al reactor número 4.
SEAN GALLUP / GETTY Desolación. Una oxidada máquina expendedor­a sigue en pie donde había habido un café en la ciudad de Prípiat, la más cercana al reactor número 4.
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GONZALO ARAGONÉS Visitas del exterior. Maria Semeniuk, de 79 años, vive junto a sus gallinas en Párishiv. Su nieto, Vitali,la visita a menudo
 ?? GONZALO ARAGONÉS ?? Apegada a la tierra. Valentina Kujárenko, de 77 años, se camufló tras la explosión para no ser evacuada.
GONZALO ARAGONÉS Apegada a la tierra. Valentina Kujárenko, de 77 años, se camufló tras la explosión para no ser evacuada.

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