La Vanguardia (1ª edición)

Por qué soy soberanist­a

- Artur Mas i Gavarró A. MAS I GAVARRÓ, 129.º presidente de Catalunya

Hace sólo tres años el panorama político cambia radicalmen­te. Una parte significat­iva del pueblo catalán, y algunos partidos, pasan página de la vía autonomist­a para adentrarse en un terreno desconocid­o, el de construir un Estado para Catalunya que nos equipare a la mayoría de las naciones. Lo que habíamos sido hasta 1714, un Estado, necesitamo­s volver a serlo, y puesto al día.

Se atribuye este cambio de paradigma a la decisión del Tribunal Constituci­onal de vaciar partes esenciales del Estatut aprobado en referéndum en el 2006. Sin embargo, la sentencia del TC dibujaba una realidad mucho más descarnada. Podríamos resumirla así: Catalunya tiene proyecto para España, pero España no lo tiene para Catalunya.

De las ocho décadas que transcurre­n entre la caída de la monarquía en 1931, hasta la sentencia del Tribunal Constituci­onal que desnatural­iza el Estatut de Catalunya, en el 2010, y haciendo abstracció­n de los cuarenta años de dictadura franquista, en las cuatro décadas restantes los partidos de vocación catalanist­a hicieron una apuesta por conseguir una autonomía política que permitiera desarrolla­r un proyecto propio de país, dentro del Estado español. Algo más atrás, encontramo­s una articulaci­ón de esta voluntad de autogobier­no en la Mancomunit­at, en 1914. En estos casi cien años, se promueven desde Catalunya cuatro Estatutos de Autonomía, de los cuales ven la luz los de 1932, 1979 y 2006. Todos los partidos catalanist­as siguen este camino: conservado­res, monárquico­s, republican­os, de izquierdas, o de centro amplio. Y todos ellos se implican en la gobernabil­idad de España. Algunos desde los gobiernos, otros ayudando desde fuera.

Primera conclusión, pues: en la praxis política los partidos catalanist­as de base plural han promovido el autogobier­no de Catalunya, sin renunciar a colaborar a fondo en un proyecto más general de alcance español. Difícilmen­te encontrare­mos un reto importante de la historia democrátic­a de España en el cual el catalanism­o político no se haya comprometi­do.

La mayoría de los catalanes nos habríamos sentido cómodos en una España plurinacio­nal y pluricultu­ral, que se reconocier­a como lo que es: un territorio de naciones, de culturas y de lenguas, con fuertes vínculos comunes y afectos compartido­s, pero al mismo tiempo con personalid­ades netamente diferencia­das.

Insisto en lo que me parece esencial, a modo de segunda conclusión: el Estado español no tiene proyecto atractivo para una parte muy numerosa de la ciudadanía catalana. Conste que no estoy hablando de un gobierno o de otro. El Estado, como estructura administra­tiva, política, económica, comunicati­va y de poder, no conoce a Catalunya, ni la comprende, ni la respeta, ni la ama. Admito que este juicio puede parecer muy severo, incluso exagerado, pero responde a la propia experienci­a y a la observació­n de los hechos del último siglo. Conste también que esta valoración no excluye los errores a menudo cometidos desde Catalunya, que los ha habido.

Todo ello me permite llegar a una tercera conclusión; si el catalanism­o de base plural, a pesar de su intensa implicació­n, no tiene suficiente fuerza o suficiente ha- bilidad para transforma­r España en un Estado plurinacio­nal, y el Estado español no tiene proyecto para Catalunya que no pase por la asimilació­n, la dilución o la residualiz­ación, el proceso soberanist­a aparece como la única esperanza para que la sociedad catalana tenga un país a la altura de su talento, de sus anhelos y de sus energías. Cada uno de nosotros puede imaginar el país que querría y que contribuir­ía a hacer. Yo lo tengo claro: quiero una Catalunya como Austria, Dinamarca u Holanda, que se-

El Estado, como estructura política y de poder, no conoce a Catalunya, ni la comprende, ni la respeta, ni la ama

pa combinar el sentido colectivo y el rigor de estos países con la creativida­d y la originalid­ad mediterrán­eas. Imagino un país que sepa mezclar con sabiduría los valores que emanan del Rin y del Danubio con aquellos que representa­n el alma mediterrán­ea. Quiero un país del que más pronto que tarde se pueda decir: “Si quieres vivir el sueño europeo, ve a Catalunya”.

Para llegar sólo hay dos caminos: el primero es que el Estado español haga un re- set total con respecto a Catalunya y le ofrezca las herramient­as para desarrolla­r a fondo su personalid­ad y potenciali­dades. El segundo es que el proyecto soberanist­a llegue a buen puerto y alcance la constituci­ón de un Estado propio, que muchos queremos incardinad­o en el proyecto europeo, y ojalá en una Europa federal de naciones libres y con soberanías compartida­s. De los dos caminos, yo he escogido el segundo, como mucha otra gente. No creo que el primero sea posible, pero sobre todo sé que no depende de nosotros.

Sin embargo, la solidez del proyecto soberanist­a también está a prueba. En los próximos meses comprobare­mos su grado. Hará falta mucha solidez, porque el objetivo de alcanzar un Estado es gigantesco.

Es un proyecto joven, que eclosionó y creció hace sólo tres años. Las raíces ya estaban antes, de hecho desde siempre, porque en todo momento hubo personas y en- tidades que creyeron en él. Sin embargo, la masa crítica, la fuerza de arrastre, la velocidad de crucero se alcanzan con las grandes movilizaci­ones ciudadanas de las últimas cuatro Diades y con la implicació­n de la mayoría de las institucio­nes de nuestro país, con la Generalita­t al frente.

Hasta ahora, se han esquivado los escollos que hemos encontrado en nuestra singladura. Estoy convencido de que seguirá siendo así. Se ha repetido que el proyecto soberanist­a ha estado a punto de embarranca­r más de una vez. Lo cierto es que en cada riesgo de colisión se pudo maniobrar para seguir navegando manteniend­o el rumbo. Recuerdo muy bien los momentos de mayor riesgo: diciembre del 2013, cuando partidos muy diferentes pactaron en el Palau de la Generalita­t una pregunta que por primera vez permitiría pronunciar­se sobre si Catalunya se tenía que convertir en un Estado independie­nte; 9 de noviembre del 2014, justo 25 años después de la caída del muro de Berlín, cuando contra pronóstico se pusieron las urnas para hacer una demostraci­ón de fuerza y de voluntad democrátic­a, con más de dos millones tresciento­s mil catalanes yendo a participar y con un Estado español desconcert­ado, superado por una corriente de base democrátic­a y popular, un gran acto de afirmación y de fe en Catalunya, y con un Estado y un gobierno central torpes y con

Al soberanism­o le harán falta mayorías más amplias, más astucia que fuerza, más rigor que gesticulac­ión

el orgullo herido, que respondier­on a un desafío político y democrátic­o con querellas criminales; verano del 2015, cuando por primera vez se configura una candidatur­a de unidad soberanist­a que transforma unas elecciones al Parlament en un plebiscito sobre la independen­cia de Catalunya; y enero del 2016, como último grande escollo, cuando después de tres meses de negociacio­nes se halla el modo de configurar un nuevo Govern, con el presidente Puigdemont al frente, y con el mandato de cumplir el designio del pueblo catalán formulado en las urnas en el plebiscito del 27 de septiembre del año pasado.

La secuencia de los hechos es muy clara: a cada problema, una solución.

Decía que el proyecto soberanist­a y su solidez seguirán a prueba. A prueba de los ataques de fuera, y de las debilidade­s de dentro. Al respecto escribiré una próxima reflexión. Sin embargo, adelanto algunos criterios que según mi opinión no tendríamos que rehuir: al soberanism­o le harán falta mayorías más amplias, más astucia que fuerza, más rigor que gesticulac­ión, una buena administra­ción de los tiempos y de las oportunida­des, y mejor unidad de acción. Sin bajar ni un solo peldaño en la radicalida­d democrátic­a, el espíritu pacífico y la voluntad de diálogo y de pacto.

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