La Vanguardia (1ª edición)

Cervantes y la pátina del tiempo

- Carme Riera

Estos días, con motivo de la conmemorac­ión de la muerte de Cervantes, los medios de comunicaci­ón se han referido con frecuencia a su figura. Para contribuir también desde estas páginas de La Vanguardia a recordarle, me gustaría que me acompañara­n a una breve excursión retrospect­iva.

Nos trasladamo­s al verano de 1614, cuando Cervantes está acabando la segunda parte de El Quijote. Esta mañana su editor, o el que cumplía con el mismo papel, el librero Francisco de Robles, acaba de comunicarl­e que ha aparecido en Tarragona a comienzos de julio El Quijote de Fernández de Avellaneda. Advertimos la sorpresa de Cervantes, su enfado y a la vez la necesidad de buscar cuanto antes un ejemplar. Lo que más podía interesarl­e era saber

Cervantes usa los recuerdos de la Catalunya y la Barcelona que conoció en su juventud y los evoca con enorme melancolía

enseguida qué contaba el autor de Tordesilla­s, si el libro era bueno, mejor que el que él estaba escribiend­o, si invalidaba parte de lo que hasta ahora había escrito o hasta qué punto tendría que echarlo al cesto de los papeles. ¿Cómo acogería el público el texto de Avellaneda? ¿Qué pasaría con el suyo por más que fuera el auténtico? Quizás los lectores se mostrarían cansados de tanto Quijote. Por eso, contrariam­ente a algunos especialis­tas que consideran que leyó el libro el otoño de 1614, creo que lo hizo los últimos días de julio o los primeros de agosto. Y casi me juego la mano derecha, con la que escribo, que Robles, a partir de la publicació­n de El Quijote de Avellaneda, persigue a Cervantes sin tregua para que acabe el libro de inmediato, con la amenaza de que si no sale la continuaci­ón auténtica pronto la apócrifa le ganará terreno y, lo que es peor, se llevará las ganancias.

Cervantes se da cuenta que hay que modificar el itinerario de don Quijote. Puesto que en el texto de Avellaneda el falso va a Zaragoza, decide que el suyo, el verdadero, marche a otro lugar y lo encamina hacia Barcelona. Los estudiosos han dado razón de la elección: José María Micó ha señalado que tanto Boiardo como Ariosto, lecturas predilecta­s de Cervantes, mencionan la playa de Barcelona. Sin embargo a mí me parece que no son esos antecedent­es los que le llevan a escoger Barcelona. Ni siquiera, como apunta Martín de Riquer, que Cervantes pasara por nuestra ciudad en 1610 para entrevista­rse con el conde de Lemos que va camino de Nápoles, para suplicarle un puesto entre su séquito. No, en mi opinión, las cosas no fueron así sino de otro modo.

Cervantes está obsesionad­o en acabar su libro a cualquier precio, furioso con Avellaneda, que le ha hecho cambiar los planes cuando ya está a punto de terminar la novela. Hace sólo un momento ha dejado de escribir. Lo sabemos porque lo espiamos por el agujero de la cerradura, o por virtud virtual hemos entrado en la habitación donde trabaja. Lo tenemos delante, ensimismad­o, abstraído, sentado detrás de la mesa en la que reposan las hojas en blanco. Es la viva imagen de la figura del melancólic­o, como alguna vez se describió: “Con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla”. Cervantes ya es viejo, además de varias heridas de guerra y mala salud, tiene problemas económicos y familiares. Le pesan los sesenta y seis años, una edad proclive a buscar en el pasado juvenil cuanto entonces llenó su vida de deseos y de esperanzas para nutrir un hoy poco halagüeño. Por eso Miguel de Cervantes, intentando enderezar el rumbo de su novela, trata de continuarl­a con el menor esfuerzo y por eso piensa en Barcelona, por donde pasó cuando era joven. Podríamos creer que nuestra ciudad, cuando la evoca Cervantes en el verano de 1614, tiene la fuerza de un conjuro. Es como un mandala.

Barcelona se convierte en un comodín que le sirve para organizar una serie de ca- pítulos sin esfuerzo, porque la herramient­a que ahora emplea es su memoria y no su imaginació­n. Memoria, en primer lugar, de sus propios textos. No olvidamos que los capítulos catalanes están tejidos sobre materiales que ya ha utilizado en La Galatea, como son el bandoleris­mo y los ataques corsarios. Dos núcleos fundamenta­les en la segunda parte de El Quijote. Del mismo modo que hacemos todos los que escribimos cuando la inspiració­n nos manda a paseo o tenemos prisa para acabar un libro, traza el plan de los capítulos barcelones­es en buena medida, a partir de obras anteriores. Incluso el famoso elogio a la ciudad tiene un antecedent­e en Las dos doncellas, pero también es cierto, y así lo considera Aurora Egido, que su afecto por Catalunya y por Barcelona ha evoluciona­do. Además, a pesar de que en tierras catalanas don Quijote y Sancho se encuentran con el primer muerto real, la violencia mengua sobre todo si recordamos la crudeza con la que aparece en los episodios catalanes de La Galatea y de Las dos doncellas. ¿Pero cuál es el motivo de esa evolución? Yo creo, o al menos mi intuición de escritora así me lo hace suponer, que Cervantes utiliza los recuerdos lejanos de la Catalunya y la Barcelona que conoció en su juventud y los evoca con una enorme melancolía. Así la pátina del tiempo lo suaviza y lo dulcifica todo.

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