La Vanguardia (1ª edición)

El convento portugués

- Gabriel Magalhães

Un extranjero que ame la cultura portuguesa suele conocer bien a Pessoa, que es hoy en día el estandarte espiritual de Lisboa, una presencia que flota como un espectro en las calles del centro de nuestra capital. Después hay quien no ignora a Camões, el poeta que profetizó a Europa que su destino sería realizar en el mundo lo que Grecia y Roma habían hecho en la cuenca del Mediterrán­eo. Eça de Queirós también acostumbra a formar parte de este álbum, en tonos sepia, de autores lusos. Y, por supuesto, está Saramago.

Por consiguien­te, poetas y novelistas. ¿Y qué hay de autores dramáticos? La historia del teatro portugués resulta muy aleccionad­ora y bastante ignorada. Nuestro primer momento potente en este terreno ocurrió en inicios del siglo XVI, cuando un misterioso Gil Vicente se transformó en el dramaturgo preferido de monarcas que nadaban en las riquezas oriundas del Extremo Oriente. Eran los tiempos en que una embajada lusa al Papa incluía un caballo persa, un jaguar y un elefante malabarist­a. El teatro de Gil Vicente resulta muy divertido, profundame­nte humano, y aún hoy se puede leer con gusto.

No obstante, esos mismos reyes que se enriquecía­n con las especias de Malabar y de Sri Lanka se dedicaron a colecciona­r princesas españolas, sobre todo hijas de los Reyes Católicos. Fue una auténtica cacería matrimonia­l, cuyo objetivo era clavar la saeta de la corona portuguesa en la diana de la unión ibérica. La corte era, pues, bilingüe, y Gil Vicente también, de forma que su obra oscila entre el portugués y el castellano. A la historia le gusta ironizar con la codicia de la gente, y todo sucedió al revés: la flecha de los Austrias se clavó en el escudo luso y tuvimos seis décadas de monarquía extranjera.

Nacido en una atmósfera de bilingüism­o, el teatro erudito portugués se deslizó por aquellos años aún más hacia el idioma castellano. Los dramaturgo­s lusos ambicionab­an el éxito en los patios de comedias de la Península. Ninguno triunfó de forma decisiva, y hoy en día habitan en un limbo literario. Los portuguese­s los han olvidado, y los españoles no los recuerdan. Cuando tienen que componer una historia del teatro luso, nuestros críticos se apañan con algún autor de esta época que haya escrito algo mínimament­e digno en la lengua de Camões.

Pero, en el siglo XIX, surge todo un personaje que cambia la situación: Almeida Garrett. Fue un excelente poeta: Pessoa, que se había pasado la juventud dando carambolas metafísica­s en inglés, a causa de sus años en Sudáfrica, se decidió por el portugués después de leer a Garrett. Pero este hombre, además de convertir a Pessoa, tiene el méri- to de haber creado la obra maestra del teatro luso: Frei Luís de Sousa, de 1843. Se trata de un texto muy sutil, un auténtico escáner del alma portuguesa: algo que por aquí todos tenemos que leer, si queremos vernos en los espejos de la lucidez, pero que, a un extranjero, puede caerle un poco lejos. Garrett representa a Portugal como una familia noble de finales del siglo XVI: en ella, hay una esposa miedosa, símbolo de todas nuestras crónicas insegurida­des; un marido pul-

Garrett demuestra que el regreso del pasado constituye un desastre que nos robará el porvenir aún por construir

cro y valiente, porque también somos gente intrépida; una hija enfermiza e idealista, que significa la perpetua fragilidad de nuestros futuros; un entrañable escudero sebastiani­sta, que sueña regresos al pasado; por fin, un primer marido desapareci­do en los abismos de la batalla de Alcácer-Quibir, la gran catástrofe portuguesa.

Todo esto en 1599, una tierra de nadie de nuestra historia, pues Portugal, como nación independie­nte, no existía en ese mo- mento, y la obra plantea, precisamen­te, el problema de saber cómo se puede volver a ser luso. Con mucha osadía, Garrett demuestra que el regreso del pasado, por muy glorioso que este haya sido, constituye en realidad un desastre que nos robará el porvenir que aún podríamos construir. Por otra parte, si uno quiere mantener su identidad, lo que le espera será un destino árido, un convento de modestia, pero, en el fondo, feliz porque refleja lo que somos.

Se trata de una visión cruda, sin espejismos patriótico­s, muy sincera por parte de Garrett. No exalta a su país, y tampoco reniega de él: sencillame­nte lo ve tal y como es. Todos los portuguese­s cultos conocen este libro, pero por supuesto pocos lo aman a fondo. Su autor acertó completame­nte en lo del convento: ¿qué fue el régimen de Salazar, una de nuestras épocas más autónomas, sino un monasterio en forma de país, regido por un antiguo seminarist­a? Y, en los últimos años, con la austeridad, estamos volviendo a esa versión monacal de la nación, que este drama trágico anunció. Ahora el lector ya sabe por qué, en Portugal, uno se encuentra a veces con inesperado­s silencios claustrale­s en plena ciudad. Como siempre, la cultura catalana no se ha distraído: existe una versión de Gabriel Sampol, un trabajo que obtuvo el premio Josep M. de Sagarra a la traducción teatral en 1995.

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