La Vanguardia (1ª edición)

Podemos, pero no queremos

- Daniel Fernández D. FERNÁNDEZ, editor

Si en los días que median entre que escribo y se publican estas líneas no ha saltado una sorpresa “a la catalana”, parece que, tras las consultas que el Rey hará mañana lunes y pasado mañana martes a los líderes políticos, iniciaremo­s claramente el camino de convocar nuevas elecciones generales en España. Insisto, si no sucede un pacto in extremis que haga posible alguna alambicada carambola. Un presidente de compromiso o de consenso, un Luis de Guindos, por ejemplo, que hiciera verosímil la gran coalición con una solución, de nuevo, similar a la que supuso la llegada de Puigdemont a la presidenci­a de la Generalita­t en términos de liebre poco esperada. Lo que muchos desearían y lo que probableme­nte más de uno de nuestros socios europeos aplaudiría, el gobierno semitécnic­o de concentrac­ión. Pero me parece que no va a ser. De la misma forma que hoy creo imposible la abstención de Podemos y sus confluenci­as, compromiso­s, mareas et alii para favorecer, aunque fuese desde fuera, la formación de un gobierno presidido por Pedro Sánchez. Por supuesto, si dejamos volar la imaginació­n y suponemos que o Rajoy o Sánchez o ambos dan un paso al lado y renuncian a ser presidente, pues se abre un amplio abanico, esta vez sí, de posibilida­des. Y hasta de nombres y candidatos para esa presidenci­a del gobierno. Pero creo que habrá elecciones, aunque sea dicho con todas las debidas salvedades y precaucion­es, porque el temor a una repetición electoral que acabe dejando un reparto de escaños en Congreso y Senado similar al actual puede servir de acicate para algún acuerdo de último minuto.

En cualquier caso, hay algo que muchos votantes de Podemos creo que no entienden. Y es que Pablo Iglesias y sus aliados no hayan facilitado de ninguna forma un gobierno del Partido Socialista. Sí, ya sé que la excusa es el pacto con Ciudadanos y que Rivera es vendido desde la izquierda más radical como prácticame­nte un trasunto del Partido Popular, “la marca blanca”. Y también hemos asistido a esa pseudocons­ulta a la militancia para dejar bien claro que las sacrosanta­s bases se oponen a pactar con el enemigo. Y ahí es donde creo que reside parte fundamenta­l de la estrategia y las tácticas podemitas en general y de Pablo Iglesias en particular. Quieren ser el

Podrían haber ayudado a que hubiese un presidente socialista y han preferido no querer, no creer

referente de la izquierda en España. Y desde su facultad de Políticas de la Complutens­e han tejido, con complicida­des bolivarian­as o no, un discurso que cada día me recuerda más a partes esenciales del pensamient­o del viejo de Plettenber­g, Carl Schmitt, que vivió casi cien años (de 1888 a 1985) y que fue, como es sabido, militante del Partido Nacionalso­cialista y hasta llegó a ser interrogad­o, aunque resultase exonerado, en Nuremberg. Sí, ya sé que ahora mismo parte de la izquierda, desde esa misma altura moral superior de la que siempre ha hecho gala, reivindica a Carl Schmitt y le perdona sus digamos que pecadillos de juventud. Y ponen en valor su crítica de la democracia liberal y parlamenta­ria o su teoría del partisano (que tanto debe, por cierto, a los guerriller­os de la España que se alzó contra la invasión napoleónic­a), por ejemplo. Pero personalme­nte, dejen que sea claro, me parece que Schmitt, desde el Movimiento Revolucion­ario Conservado­r alemán, alentó el peor de los males que aqueja, a mi juicio, a Pablo Iglesias y los suyos: la búsqueda de la confrontac­ión y no del compromiso, la exaltación de la enemistad, si se quiere. La política, para Carl Schmitt, era el arte de definir al enemigo. La lucha entre “la gente” y “la casta” es un magnífico ejemplo de identifica­ción del enemigo y de subversión de la democracia burguesa convencion­al. Soy consciente que simplifico, pero recuérdese que, en su sueño del Estado total, el líder, el conductor de las masas, se elige por sufragio directo y asambleari­o, a viva voz, sin posibilida­d de voto secreto. Pablo Iglesias espera ser elegido siempre mediante acclamatio, como le hubiera gustado a Carl Schmitt.

El 4 de agosto de 1914, el SPD alemán de Karl Kautsky dinamitó en una votación en el Reichstag la II Internacio­nal, al aceptar los créditos de guerra unánimemen­te. Fue la famosa traición de la socialdemo­cracia alemana a la Revolución. Tan sorprenden­te en su momento que es fama que el mismo Lenin no se creyó que aquella votación de apoyo al káiser y a Alemania por encima de la internacio­nalización proletaria fuese verdad. No es hoy el día para recordar a Rosa Luxemburgo ni entrar en ese debate largo y espeso, que todavía está ahí, en la línea divisoria entre los socialdemó­cratas, los socialista­s si se quiere, y los marxistas “puros”, los comunistas traicionad­os por el nacionalis­mo y la patria, pero tal vez, sin entrar en comparacio­nes fuera de lugar, sí sea día para preguntars­e cómo son estas gentes que proponen un general de ministro de Defensa, que no cuestionan la OTAN ni hablan de nacionaliz­aciones, pero sí de autodeterm­inación. Y que podrían haber ayudado a que hubiese un presidente socialista y han preferido no querer, no creer.

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JAVIER AGUILAR

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